De noche el Quijote viaja en colectivo*


A las dos de la madrugada, en el Centro de Cartagena, por la plazoleta junto al Edificio Banco Popular, el olor a chorizo lo invade todo. Son las señales de humo de un asadero insomne sobre el andén del Parque Centenario, que a la vez parece el aliento del gusano amarillo que se estira y encoge conforme traga o escupe pasajeros. Es la fila de taxis colectivos que a esa hora ofrece la única opción de transporte para quienes, tan entrada la noche, viajamos solos, tenemos poco dinero y lo único que queremos es irnos a dormir a nuestras casas lejos del Centro.

A esta hora, por estos lares, es posible conseguir muchas cosas, un coctel de camarón, una arepa de huevo, un tinto, minutos a celular y otros aditamentos menos santos, pero no es posible conseguir una buseta. La última, y eso, ya se le considera fantasma, debió pasar rayando la media noche bordeando Puerto Duro; la siguiente no pasará antes de cinco de la mañana.

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En la improvisada estación, los mismos taxistas que durante el día te bembearían, o dirían que no les da tiempo, que se les acaba la gasolina, o que simplemente no les ronca el ánimo para ir hasta lo que ellos consi­deran "la periferia", te tratan con toda la amabilidad de la que son capaces, dispuestos a ir hasta el fin mundo por un precio razonable.

La cosa funciona así: Si usted necesita ir, digamos, a Olaya, Campes­tre, Nuevo Bosque o Bomba del Amparo (las rutas más solicitadas), basta que se lo haga saber al “Chino”, un hombre alto, corpulento, de pelo indio y erizado. Se le reconoce porque carga una maricartera roja terciada en el pecho y anda de lado a lado con una planilla y aires de autoridad. Él organiza a los choferes y asigna las carreras. Una vez conoce tu ruta, la vocea con potencia, de manera que si en los alrededores hay otras tres personas que compartan tu destino, se acerquen a completar el cupo y se embarquen en el pedazo de gusano amarillo que les llevará a casa.

Por la carrera de taxi, a esa hora, junto a tres extraños, pagarás unos tres mil pesos, poco menos del doble de lo que cuesta el pasaje de una buseta, pero mucho menos de la mitad de lo que costaría esa misma carrera si la contrataras particularmente. Algunos colectivos te darán parada donde lo haría el transporte público y otros te llevarán hasta la puerta de tu casa, dependiendo de la peligrosidad del barrio. En este caso, el pasaje de un “puerta a puerta” te puede costar unos cinco mil pesos.

En otra modalidad, un grupo de pasajeros conocidos con único o múl­tiples destinos, le informará al “Chino” la ruta que solicitan, éste la anali­zará según la información consignada en su planilla y luego decidirá qué taxista es el indicado para hacer el recorrido. Esta modalidad es la favorita de quienes viven lejos del Centro y se van a rumbear hasta allá con un presupuesto apretado.

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A las dos de la madrugada, en el Centro, escasea el transporte pero no la comida. Los interesados en saciar el hambre antes de iniciar el viaje tienen a disposición un variado menú: Chorizo asado con bollo limpio, un coctel de camarón del local 24 horas junto al Edificio Banco Popular, varias formas de harina rellenas con carne que se exhiben en una vitrina empujada por una bicicleta y que también ofrece avena. Quien prefie­ra algo más liviano, optará por alguna chuchería de las que venden los “tuchines”, quienes también proveen de tinto y cigarrillo a los que, a esa hora, más que al hambre, necesitan calmar la ansiedad.

Los pasajeros son en su mayoría hombres, sobre todo meseros, ven­dedores ambulantes o músicos, entre otros artistas del rebusque. Sus caras de sueño contrastan con las de los “tuchines”, que a esa hora lucen bastante despiertos, igual que los recicladores que se ocupan de las latas de cerveza. El grueso de quienes a esa hora aguardan por un taxi, de día, sólo en circunstancias extremas tomarían uno. Si se calcula, el ingreso mensual promedio de una persona que trabaja en el Centro hasta la ma­drugada, suele ser equivalente a lo que costaría tomar un taxi particular todas las noches, lo que les dejaría en la penosa situación de trabajar para venir a trabajar.

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Qué raro, esta noche he tenido que esperar más de lo usual para que se llene el cupo de mi ruta a Bomba del Amparo. El “Chino” lleva voceándola unos quince minutos y nada. Sin embargo, no me preocupo, sé que eventualmente aparecerán los demás pasajeros y podré irme. A los que sí veo en apuros es a un grupo de bailarines que desde antes de mi llegada, solicitaron un tour que incluye Avenida Perimetral, Canapote y Las Palmeras. Si bien los taxistas a esa hora ponen poco pero a los des­tinos, el mencionado tour parece representar un deporte de alto riesgo. Ningún chofer quiere medírsele, a pesar de la mediación del “Chino” y de la oferta de los bailarines de pagar cinco mil pesos por cabeza.

Con estas carreras “difíciles” ocurre lo mismo de día, aunque tengas el dinero para pagarla, debes rogar para que te lleven. Entonces llegan otras dos personas que también van para Bomba del Amparo. Sé que pronto me iré a casa, pero, ¿y los bailarines? De repente, el chofer de un campero gris, modelo “hace veinte años”, parqueado por fuera de la fila de taxis, interviene en su favor. Se cerciora del recorrido, confirma el valor ya ofrecido y acepta llevarlos. A esta hora, a falta de un transporte formal, volver a casa se reduce a un acto de fe y de absoluta confianza en la solidaridad de los desconocidos.

Desde la banca de cemento en la que espero a que el “Chino” le dé luz verde a mi partida, me fijo en la estatua de Miguel de Cervantes Saave­dra. Por un momento da la impresión de tomar nota de todo lo que ocurre. Quién mejor que él para registrar las hazañas de quienes noche a noche resuelven de manera heroica el acto cotidiano de volver a casa, enfren­tados a los molinos de viento del escaso recurso y el desamparo del servicio público. Quijotes cuyas aventuras hacen que llamar a Cartagena “La Heroica” siga teniendo sentido.

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Cuando La Torre del Reloj marca las 2:25 a.m., finalmente aparece el pasajero que nos faltaba. Se trata de un guitarrista con aspecto y acento del interior del país. Suspende una conversación por celular para confirmarle al “Chino” que va para Bomba del Amparo. Luego sigue contándole a su interlocutor que está feliz porque se hizo treinta mil pesos aquella jornada. Supongo que para algunos vale la pena trasnochar. Entonces nos metemos a la boca del gusano amarillo que se encoge y estira para despacharnos. Atrás dejamos las señales de humo del chorizo transmitiendo desde la puerta principal del Parque Centenario. Atrás dejamos a Cervantes Saavedra tomando sus notas, sabiendo que, en veinticuatro horas, estaremos de nuevo en esa estación repitiendo nuestra hazaña.

 

*Este artículo hace parte del especial Himnos Urbanos de la revista cartagenera Cabeza de Gato. 


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