La lotería del taxi


Admito que soy de las personas que pelea con los taxistas. Me pone energúmena tener que regatear el valor de una carrera cuya tarifa se presume establecida, asumir con dignidad que me traten con desdén, o peor aún, que me vean la cara de boba y me quieran estafar.
Por lo general, cada vez que cojo un taxi, debo exagerar mi acento costeño (para que no crean que soy turista y me “tumben”); cuidar mi escote y piernas del retrovisor, y tener cuidado con lo que hablo porque me ha pasado que el taxista opine acerca de qué cosa es mejor regalo para mi mamá en su día. Y es que no sé qué le hace pensar a algunos taxistas que uno está interesado en que participe de la conversación que uno lleva con su acompañante, o que la interrumpa para hablar de sus experiencias y desencantos por la vida.
El caso es que en una de esas “metidas de cuchara” se descubre que uno nunca se imagina la calaña de quién conduce el carro en que se monta, y hasta dónde puede llegar el cinismo de algunos. No tengo nada en contra de los taxistas ¡ni más faltaba!, pero es que éste gremio tiene elementos muy, pero muy “especiales”. Les cuento sobre el último que conocí.
Eran las siete de la mañana -iba acompañada- y como es usual, antes de subirnos al taxi tocó negociar el valor de la carrera acordando la suma en 10.000 pesos (ah, nuestro conductor hizo la claridad de que el valor implicaba evadir cualquier peaje de la ciudad).
Al iniciar el recorrido mi acompañante y yo hablábamos de una huelga de mototaxistas, tema que le soltaría la lengua… ¡al taxista!.
“¡yo odio a los mototaxistas, si por mí fuera les daría plomo a todos!”, añadió inesperadamente (no hablábamos con él), y fue sólo hasta ese momento que tomé conciencia de su piel morena, gafas redondas de marco negro y gorrita habanera.
Continuó hablando, y ya nadie más en el carro tuvo el derecho a la palabra.
“Nadie me echa cuento. Yo no subo a cualquiera en mi carro (golpeaba el tablero). Nada de descamisados, pies descalzos, mal vestidos, ni pintas raras... uno cuida lo que tiene, el carro es mío, mío (ahora se golpeaba el pecho). ¡Ah! y menos me echan cuentos los extranjeros, es que nadie me viene a joder en mi propia tierra.
Hace unos días se montaron unos europeos, se veían bien, pero apenas se sentaron en el carro me dio dolor de cabeza del olor que traían. A los metros no aguanté y los bajé.
El hombre se puso rabioso y me dijo atrevido, irrespetuoso; pero yo le saqué mi revolver de la guantera y le dije bájate, ábrete de aquí, ustedes huelen feo, no me gustan, váyanse.
Lo mismo me pasó con una señora, hasta bonita era, que venía con dos bolsas. Doña, ¿qué lleva en esas bolsitas?, le pregunté y me dijo que pescados… tuve que bajarla porque me dañaba el carro”, puntualizó.
Pensé en que últimamente en Cartagena los taxistas son los que deciden a quién llevan y hasta dónde lo llevan, así que mi acompañante y yo no pudimos evitar revisarnos a ver si de pronto algo en nosotros no se ajustaba a los requerimientos del señor…
Secreteábamos con broma que habíamos pasado el filtro, y el taxista seguía hablando de toda la experiencia que había adquirido en el “monte” (desde hace 30 años es ex militar) y de cómo, con un puñetazo, le había partido la boca a un jefe que tuvo en Ecopetrol cuando le llamó la atención acerca de una labor que adelantaba.
Parece que no acató algunas normas de seguridad en el transporte de unos tubos y lo despidieron. Fue entonces que compró un taxi y a partir de ese momento no ha parado de rodar por las calles de Cartagena.
Ya llevábamos 10 minutos en carretera e íbamos callados. El señor no paraba de hablar y simular con su mano la forma de su arma, pero cuando yo intentaba hilvanar una frase, nuevamente me interrumpió.
“Y eso sí, por mi formación militar aprendí tanta disciplina, que nadie me echa cuento… Otro día iba en la vía y un gringo me gritó porque no le cedí el paso, eche, no se me daba la gana, y yo lo insulté: ¡Gringo hijo de la Gran…P! tú qué crees que me vas a venir a maltratar en mi país, aquí mando yo. Ustedes a uno lo ven como basura en los controles allá, acá es a otro precio y le mostré mi pistola y se la moví de un lado al otro. Él abrió los ojos y aceleró”, dijo, y con un nojoda muy largo se dio a sí mismo la razón con gesto de satisfacción.
Caramba –pensé- no quiero estar en el lugar de la señora de los pescados y menos en el pellejo de los europeos, entonces revisamos nuestras billeteras a ver si teníamos completos los 10.000 pesos de la carrera. Al mismo tiempo, éste taxista contaba cuántos países había visitado y del acervo cultural que tenía en su cabeza.
Nos bajamos del vehículo. La mirada cordial del señor nos remató diciendo que él siempre hacía todo por dar un buen servicio a sus pasajeros, nos ofreció su taxi y nos dejó meditando en manos de quién estábamos mientras estuvimos en el taxi. Mirando su guantera pensé en que uno nunca se imagina quién conduce el carro en que se monta.


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