Prostitutas en el Parque del Centenario

Para pensar la ciudad...


 

No sin antes sentir un poco de consternación, debo decir que me complace sobremanera que los medios de comunicación del interior del país se hayan dedicado, en las últimas semanas, a denunciar, con pelos y señales, las causas y las consecuencias de la hecatombe que vive nuestra ciudad.

Tal vez lo único malo de todo eso fue que quedamos ante la opinión del resto de Colombia como un grupo de habitantes pasivos y pusilánimes, que necesitó ayuda de periodistas foráneos para que se atreviera a mirar en el espejo su terrible realidad.

Como periodista en ejercicio, puedo asegurar que los temas que se manejaron en noticieros radiales como el de la “W” y “Radiosucesos RCN”; y en revistas como “Semana” y “Cambio 16”, ya habían sido tratados por serios representantes de la prensa cartagenera, aunque obviamente con ciertas limitaciones, por cuestiones de seguridad o de instinto de conservación.

Pero si el resto del país empezó a vernos como a un grupo de ciudadanos pasivos, resignados, manipulados, sin formación política, criterio o sentido de pertenencia, creo que valdría la pena reconocer que no andan tan equivocados: Cartagena de Indias, una de las ciudades más bellas de América (como pregonan los empresarios del turismo), es también una de las que más tozudamente conservan las costumbres esclavistas y la estructura colonial de segregación social y racial, saqueo, pillaje y abuso que instauraron los bandidos europeos, casi desde el mismo día de su fundación.

Y no es invento mío: historiadores de alta confiabilidad, como Moisés Álvarez Marín y Alfonso Múnera Cavadía lo han dicho con todo el fundamento y el profesionalismo que su experiencia les permite.

A inicios del siglo XXI, Cartagena sigue dividida en dos por una muralla social infranqueable: una mayoría de pobres que reniega de su condición afrodescendiente y una minoría política y económicamente poderosa, dedicada a perpetuar la segregación y a impedir con todo su poder que el pueblo alcance su pleno desarrollo, su dignidad.

Pero en donde más se nota el estigma del esclavismo es en aquella gran mayoría negra y mestiza que se arrincona en los barrios subnormales, se conforma con migajas y se muestra impotente ante la posibilidad de tomar decisiones, respecto a lo que debería ser otra dinámica para su propio conglomerado.

Ese cartagenero pasivo y resignado ha visto tranquilamente cómo las tres columnas esenciales de un sistema realmente democrático funcionan mal (o no funcionan) en su ciudad: un sistema de salud indolente con sus enfermos de escasos recursos; poca (por no decir ninguna) oportunidad de conseguir vivienda digna; y una educación mediocre que los gobernantes disfrazan con el sofisma de la cobertura y las construcciones de monumentales planteles escolares en los barrios pobres.

Ese cartagenero pasivo y resignado ha visto tranquilamente, indolentemente, cómo el transporte urbano de su tierra es uno de los más disfuncionales, peligrosos y obsoletos de América Latina; ha visto cómo los inviernos desproporcionados destruyen, a punta de inundaciones, el barrio en donde sobrevive; ha visto cómo el desempleo y la falta de oportunidades invitan a sus propios hijos a delinquir y a prostituirse, integrando pandillas que terminarían aniquiladas por las mismas autoridades que les niegan el espacio para crecer como gente de bien; ha visto cómo las principales empresas de servicios públicos son entregadas a capitales foráneos que irrespetan y abusan a los usuarios, mientras operan como repúblicas independientes y sospechosamente autónomas; ha visto también pasivamente cómo los cuerpos de agua, y demás elementos del ecosistema, se deterioran, se agotan, sin que asome una buena salida que no sean los discursos estériles; ha visto cómo se dilapidan enormes recursos monetarios en obras inútiles que terminan siendo el refugio de los perdedores que habitan las calles, alimentando sus almas con el olor de la goma sintética; ha visto cómo niñas y niños del barrio, no bien cumplidos los 12 años de edad, pasan a engrosar la oferta del turismo sexual que se practica en las narices de los alcaldes y de los mal llamados entes de control.

Ese ciudadano pasivo y resignado ha visto, sobre todo, que no tiene quién lo defienda, que no tiene en quien creer, porque todo parece corroído por la ineficacia y la insensibilidad. Pero al mismo tiempo ignora que él hace parte de esa gran crisis que asfixia a la ciudad. Él, con su pasividad y su apatía, se constituye en la principal causa del derrumbe.

Por eso hablé al principio de las costumbres esclavistas de segregación racial que persisten aún en Cartagena, pues cuentan los historiadores que cuando el presidente José Hilario López hizo cumplir la abolición de la esclavitud —gestión que Simón Bolívar había decretado unos años atrás—, los esclavos negros salieron a la calle llevando únicamente con ellos la baja autoestima del sometido y ninguna preparación para enfrentar su nueva vida.

De acuerdo con eso, se me antoja decir que la tal abolición de la esclavitud, antes que una gestión humanitaria, fue toda una estrategia de mala fe, ya que el país sufría una de sus peores crisis económicas y lo mejor para los grandes terratenientes era deshacerse de esos esclavos que, de una u otra forma, representaban gastos que ya no se podían asumir.

Otros historiadores afirman que a la larga, la mano de obra negra tampoco era tan necesaria por el desarrollo técnico industrial de las grandes empresas, que no necesitaban mano de obra en grandes cantidades. Así que la tal llamada liberación de los negros fue una solución para ellos, a la larga.

Nunca se diseñó un programa de reinserción que permitiera a los recién liberados reorganizar sus vidas, educarse más allá de su simple condición de sirvientes, para más adelante poder acceder a las instancias de poder y toma de decisiones de su propia ciudad.

Por falta de lo anterior, muchos de esos antiguos esclavos se devolvieron a trabajar de gratis en las haciendas y grandes casas de quienes fueron sus dueños; y, en el peor de los casos, se confinaron en los extramuros de la ciudad, formando los primeros cinturones de miseria urbanos, en donde pululan el alcoholismo, la prostitución, la delincuencia y la pobreza extrema.

El antiguo esclavo se convirtió en el actual habitante de las zonas subnormales de Cartagena, para quien existen pocas, casi ninguna, oportunidad de educarse a cabalidad y de erigirse en pieza clave para el buen manejo de la ciudad, para el progreso de su familia, de su gente, aunque sí existen todas las posibilidades de que permanezca como ciudadano de quinta categoría, sin voz, pero con muchos votos en las contiendas electorales.

El amo blanco se transformó en el empresario mezquino, en el político malhadado, en el funcionario saqueador y en la sesgada justicia que opera en la ciudad. Y entre los dos —entre el pobre y el poderoso— media siempre la costumbre esclavista de esperar a que el político lo traiga todo.

A pesar de tantos años de ignominia politiquera, de inoperancia gubernamental y de exclusiones sin razones de peso, el cartagenero pobre sigue poniendo sus esperanzas en los mismos personajes que desde hace años vienen descuadernando su ciudad.

Y eso tiene su explicación: una gran masa de cartageneros aún desconocemos que los ciudadanos también podemos ser participes activos y protagonistas del buen manejo de nuestra ciudad. No todo debemos esperarlo de los políticos ni de los funcionarios públicos.

Herramientas como las acciones de tutelas, las acciones populares y las acciones de cumplimiento son verdaderos instrumentos de la participación ciudadana con los que podría empezarse a construir un nuevo proyecto de ciudad.

En ese nuevo proyecto deberá contemplarse un buen reforzamiento de la educación en todos los niveles, hasta concluir con una educación superior de altísima calidad, como un magnifico punto de partida para despertar el sentido de pertenencia en los cartageneros. Una educación excelente, especializada, competitiva, a la que todos tengamos acceso, terminaría por hacernos sentir que la ciudad entera nos pertenece, por lo cual deberíamos cuidarla y defenderla.

De esa manera se borrarían las fronteras físicas y espirituales que nos separan, ya que el habitante de Bocagrande o de Manga sentiría como suyos a El Pozón y a Nelson Mandela, mientras que los residentes de esos sectores pobres harían lo mismo cuando piensen en El Laguito o en Castillogrande.

Por medio de una buena educación derrotaríamos el individualismo, esa lacra social que impide que pensemos en forma colectiva y fraternal, como debería hacerse, en vez de esa dudosa religión de tirar cada cual para su lado. Con universidades enfrentando las necesidades productivas y laborales de la ciudad, se agrandarían las oportunidades y la inequidad se reduciría a cero.

Siempre que deseo que los cartageneros marginados se conviertan en una fuerza que mueva a toda la ciudad, recuerdo a los indígenas de Bolivia y del Perú, tan orgullosos de su etnia y tan organizados en su convivencia que pueden tumbar y montar presidentes con solo ponerse de acuerdo cuando perciben que alguna mala disposición gubernamental puede afectar a su comunidad.

Así me gustaría que fuera en Cartagena. Que en cada contienda electoral los negros montemos un alcalde negro; que los sindicalistas hagan lo propio, que los comerciantes participen sin mezquindades, que las mujeres se vean dignamente representadas con un número justo de congéneres en los altos cargos de decisión de la ciudad; lo mismo deberían esperar los protagonistas de la cultura y de todos los gremios que palpitan en la ciudad.

Las actuales candidaturas a la Alcaldía de Cartagena son una clara muestra del individualismo y de la mezquindad que nos afecta, pues con el protagonismo que ha mostrado el voto en blanco durante las últimas semanas, ninguno de ellos se ha referido al despertar de los cartageneros, respecto a una elección de la cual se tenían pocos conocimientos.

En vez de eso, los aspirantes se han dedicado a pordebajear al voto en blanco, calificándolo de inútil y de inapropiado. Y la razón para tales negativas es simplemente que arruina sus aspiraciones personales. Una vez más demuestran con eso que lo último a tener en cuenta, respecto a sus pretensiones, somos nosotros, los cartageneros.

 


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