La historia de W


En enero del 98 llegamos a Bucaramanga W y yo. Llegamos de Cartagena para cursar nuestras carreras universitarias. Mientras yo me dedicaba al inútil pasatiempo de la nostalgia, W estudiaba sin tregua. Por esa razón nadie imaginaba que aquel muchachito silencioso y aplicado pasaría a ser un intrépido personaje en unos pocos años. Al principio no entendía sus motivos para dedicarse a los libros con esa tenacidad; pero mis dudas se resolvieron cuando nos entregaron los primeros exámenes: allí descubrí que la Universidad no era aquel bachillerato feliz en el que uno transitaba tranquilo funcionando a media máquina. No. La Universidad era un asunto serio y había que estudiar de verdad.

Para mí fue un problema complicado; pero para W no fue novedad ni sacrificio. Aquello solo era continuar con la rutina que él ya tenía, pues desde que lo conocí, en el año 93, W había demostrado ser un estudiante disciplinado y responsable de sus deberes. En el colegio era él quien obtenía las notas más altas y el que presentaba los mejores trabajos. Nunca dejó una tarea sin hacer y su rendimiento nunca bajó del primer lugar. En resumen, W era lo que en los círculos de profesores se conoce como un estudiante excelente, y entre los envidiosos compañeros de curso, como un ñoño.

Ya en Bucaramanga, para aligerar los gastos, W y yo compartíamos la última habitación en la pensión de la señora J, que era una menuda y madura santandereana con graves problemas de sazón. De nuestros desayunos caribes con patacones o yuca, de almuerzos abundantes, y de cenas contundentes, pasamos sin transición al caldo de huevo, a la changua pálida y a la arepa con café. Dadas las circunstancias, comenzamos a extrañar nuestras casas más con la boca que con el corazón.

Si a mí me iba mal con la comida, a W le iba peor. Quisquilloso en sus gustos, poco era lo que alcanzaba a comer: tenía por costumbre quitarle la orilla quemada a las tajadas de plátano maduro, no consumía bebidas negras, evitaba la cebolla, le quitaba los gorditos a la carne y con frecuencia lo aquejaba una gastritis que le arrugaba la frente y le encorvaba la espalda. Esa misma gastritis —quién lo iba a creer— lo obligaba a rechazar toda invitación a beber.

Al año de esa dieta bárbara buscamos otros lugares donde comer; pero como el grueso de los ingresos de la señora J venía de la venta de comida, no aceptó que pagáramos solo por la habitación. Entonces no tuvimos más remedio que mudarnos. En aquella época, por todo patrimonio, yo tenía nada más que una cama, un escritorio y una sillita de lona azul. Como yo hacía casi todo acostado, y como W era un estudioso sin descanso, era él quien más usaba mi escritorio; cosa que no me afectaba ni me disgustaba.

En esa nueva habitación fue donde más creció su obsesión por el deber académico. A las pocas semanas W ya era dueño y señor de mi escritorio. Fue atiborrándolo de libros, lapiceros, cuadernos, fotocopias, escuadras, calculadoras, clips, carpetas, y había amontonado todas mis cosas en el compartimento más pequeño. Encadenado a la silla se la pasaba estudiando sin camisa. Tanta era su dedicación que, debido al angosto respaldo de lona, una eterna marca roja le cruzaba la espalda de lado a lado. Su posesión era absoluta, hasta el punto de que se molestaba si acaso lo interrumpía de sus labores para sacar alguna cosa del escritorio. Desde entonces lo empezamos a llamar en secreto «cara ancha» o «big face», que eran las variantes en el grupo de amigos para reemplazar a «carón» o «conchudo». En esa época los muchachos universitarios buscábamos ser diferentes diciendo todos las mismas cosas.

Nunca se lo dije, pero una noche empecé a preocuparme en serio por la salud mental de W. Serían alrededor de las ocho y estaban transmitiendo por televisión un partido del América de Cali, el equipo de sus amores. Se jugaba alguna clasificación de algún torneo importante. Mientras yo veía el partido con desdén, W permanecía estudiando encerrado en la habitación. Entonces, cada vez que W escuchaba alguna emoción en la voz del narrador, saltaba del escritorio y salía disparado en la dirección del televisor. Cuando veía que era una falsa alarma regresaba a su cepo de ecuaciones con un trotecito de resignado. De vez en cuando yo cantaba uno que otro gol falso solo por el goce de verlo correr de nuevo hacia la pantalla. W, en su disciplina de hierro, ni siquiera se permitió en aquella noche la mínima concesión de ver a su equipo jugar.

W siempre fue un gran tipo y nunca nos llevamos mal a pesar de su desconcertante costumbre de guardar sus cosas en bolsitas plásticas. Ese atroz cuchicheo de las bolsas contra sus dedos era mi tormento en las madrugadas. Aún hoy, cuando oigo un ruido de bolsas, regreso por un momento a aquella habitación apretada. Con el tiempo W y yo, por motivos prácticos, tomamos rumbos distintos. Cada quién se mudó por su lado. Desde ese momento y por un período que recuerdo breve, tal vez menor a un año, W se rebeló contra los libros y la gastritis. Comenzó a irse de juerga, aprendió a tomarle gusto al aguardiente, se hizo amigo de la noche y del alba donde alguna vez le animó el sueño a los vecinos quitando las tapas de las alcantarillas para estrellarlas contra el suelo.

En esa época me contó una de sus anécdotas. La historia es que W había llegado a dormir un sábado de madrugada luego de una noche de fiesta. Se acostó con el propósito de dormir lo suficiente como para levantarse a la hora de cenar. Cuando despertó ya estaba oscureciendo, así que se cambió y salió rumbo a la casa de doña O, que era donde le vendían la comida. Las callecitas aledañas a la Universidad aún estaban vacías. Supuso entonces que todavía era temprano para ir a comer, pero igual siguió su camino. Cuando llegó al restaurante se dio cuenta de que tenía razón: las puertas estaban cerradas. Entonces tocó el timbre, y como nadie le abrió, volvió a tocar con insistencia. Al rato le abrió doña O en bata de dormir y con los ojos hinchados mentándole la madre. Fue allí que W lo comprendió: no estaba oscureciendo como había pensado, sino amaneciendo apenas. Había dormido la borrachera por cerca de veinticuatro horas y tenía la noción del tiempo totalmente perdida.

Después de eso nos vimos muy poco. Hasta que un día me sorprendió con una llamada para decirme que me invitaba a la ceremonia de su matrimonio. W se casó a los veinte o veintiún años sin que se lo impusiera ninguna barriga. Se casó solo porque se quería casar. Hoy que ya han pasado unos quince años W sigue casado con la misma mujer, es un padre ejemplar y un profesional excelente. Nos vemos poco; pero es que a los buenos amigos nos basta el solo saludo para ponernos al día después de una ausencia de varios meses. A W aún se le zafa un poco la tuerca con el aguardiente, me han dicho que ya ha dejado por fin el tema de las bolsas plásticas, pero ahora, imagino que por los años, ha tomado la desconcertante costumbre de cerrar cualquier puerta que encuentre abierta.

@xnulex


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