Las manos de Rosina


En el camino que va de mi casa a la de Rosina, hace veinte años, se veía una tienda de barrio, un equipo de sonido gigantesco, un colegio mixto de educación básica, un cementerio de pobres, un mercadito en la calle, una esquina de drogadictos y un motel. Media humanidad resumida en menos de un kilómetro.

Partiendo de la última calle de Las Palmeras había que alcanzar la esquina y girar a la derecha hacia El Porvenir. Curioso nombre para un barrio que en aquel entonces era una colección desordenada de casas sin número, de calles polvorientas en verano y de fangales imposibles con la lluvia. Frente a esa esquina estaba la tienda de Rodrigo. Un señor correcto de eternos pantalones de popelina amarrados a la altura del ombligo. Recio de carácter y serio en el trato. Aunque había otras tiendas más cercanas, con dependientes más joviales, yo prefería ir a la de Rodrigo solo por la esperanza de que me atendiera Ana María, su hija mayor. Pero no, nunca la vi. Todas las veces me encontré con los pantalones de popelina y aquellos ojos fríos bajo un ceño fruncido que al parecer descifraban bastante bien mis intenciones. Con ese regusto amargo compraba un confite cualquiera, daba media vuelta y seguía mi ruta.

Después de eso algo en el pecho me quedaba desencajado. Era como un malestar entre las costillas. Otro fracaso para contarle a Rosina. Pero, por fortuna, ese era un asunto que se arreglaba rápido. Porque a treinta metros de la tienda, cuando pasaba frente al equipo de sonido gigantesco —que por estas tierras se llama picó— sentía cómo todo se estremecía por la potencia de las ondas del bajo sonando al máximo volumen. Un bajo antillano que vibraba en los cristales de las ventanas y que le arrancaba a los caballetes los techos de cinc. Ese mismo resonar atronador que ponía a bailar a la gente y que aliviaba las tensiones, recomponía también, con su golpe cíclico, uno que otro corazón desubicado en el tórax; entre ellos, el que yo llevaba.

La música se oía hasta el final de la calle, que no era más que un largo camino primitivo que se estrellaba con la Avenida Pedro Romero, frente al sector La Puntilla del barrio Olaya Herrera, en Cartagena de Indias. En esa intersección, a pocos pasos del cementerio, estaba situada la escuela de primaria Fe y Alegría. Eran niños que tenían que sortear a diario, además del sol inclemente, las cunetas de barro, los charcos pestilentes y las nubes de mosquitos, solo para cumplir con la rutina de ir a estudiar. De esos estudiantes, la mayoría no tenía otro almuerzo que un cuaderno elemental de cincuenta hojas y un lápiz por la mitad marcado a dentelladas. No sé con cuánta fe ni con cuánta alegría entraban esos muchachos a las clases. No sé con qué esperanzas salían después. Tampoco quiero imaginar cuáles de ellos aportaron al aumento de las cifras del cementerio de pobres que tenían en frente. Algunos habrán sumado como difuntos; otros, como verdugos de ocasión. En todo caso, la vida en Olaya Herrera siempre ha sido una pelea contra el hambre y la desigualdad que unos resuelven a cuchillo; otros, a pulso; y algunos otros, a lápiz.

En ese punto giraba a la izquierda, en la dirección de un mundo remoto; de una ciudad ajena. El barrio Olaya Herrera quedaba lejos de todo. Lejos del progreso, de los gobernantes, de la literatura, de los servicios públicos, de las oportunidades. Lo único cercano era la Ciénaga de la Virgen. Una laguna litoral llena de mosquitos y desperdicios en la orilla, porque al fondo de esas callecitas interminables que se desprenden de la Avenida, no llegaba ni el camión de la basura. Pero Rosina no vivía por allí. Su casa estaba del otro lado, donde la gente andaba un poco menos jodida. Gente pobre pero feliz. Entonces no era necesario adentrarse en esa maraña sino que había que seguir en paralelo por la traza de la Avenida. Pero un día, a la mitad de ese trayecto, vi cómo un tipo se acercaba con parsimonia llevando un revólver en la mano. Cruzó frente a mis ojos, avanzó algunas zancadas, montó el gatillo y, sin que le temblara la mano, le disparó en el oído a uno de los vendedores de mangos del mercadito en la calle, y luego se perdió de vista por una de las callecitas que llevan a la ciénaga, sin cambiar de expresión y sin alterar la parsimonia de sus pasos.

Después del estallido hubo un silencio de caras perplejas. Luego se desató el caos. Pero ya no había nada que hacer porque en Olaya Herrera hay cosas que es mejor no averiguar ni remover. Ese es el único asesinato que he visto. Desde entonces, ese camino que yo transitaba cada semana dejó de ser un paseo apacible para convertirse en una senda de paranoia. Aquella vez, como pude apuré mi marcha. Los drogadictos no se apartaron un ápice de su mundo de humo para ir ver al muerto. «Seguro era un faltón», escuché que dijeron cuando pasé.

Seguí caminando en automático anonadado por el suceso. Tanto que al llegar a la última esquina no tuve los ánimos para asomarme a la entrada del motel Sanssoucie —como hacía siempre— para ver a qué pareja de conocidos sorprendía allí. Giré a la izquierda, camino al barrio 13 de Junio, y subí la loma que me llevaba donde Rosina. Iba pálido y empapado en sudor. Cuando llegué a la puerta de su casa, desbocado empecé a contarle el suceso. Entonces ella puso su dedo índice en mis labios y enseguida comenzó a quitarme el sudor de la cara con sus manos. Las mismas manos menudas con que en su juventud le arrancaba frutos a la tierra; las mismas con que crió y sacó adelante a ocho hijos; las manos con que descascaraba los tamarindos que crecían en su patio.

Entonces Rosina Zambrano, mi abuela, me ofreció esa vez un mecedor, me preguntó por mi madre, me preguntó por el colegio, que si el sol estaba caliente, que si quería un vaso de agua panela, me mostró un cuaderno donde tenía anotada la fecha de la próxima pelea de Mike Tyson, me preguntó que si tenía hambre. Y solo cuando me vio calmado, entornando su pequeños ojos grises, fue que me dijo: bueno, ya hablamos de lo importante; ahora sí cuéntame el chisme del muerto ese.

A los pocos años murió mi abuela. Y ya no tuve más motivos para andar a pie el camino que me llevaba a su casa. Con ella murió el palo de tamarindo del patio. Con ella murió esa etapa de mi vida. Solo me queda de ella un retrato donde aparece con sus eternos vestidos de luto, con sus ojos grises que les hacían juego, con su estatura menuda apretándome entre sus manos: aquellas manos recias y campesinas, que eran también las mismas manos desnudas y tiernas con que me secaba el sudor de la cara y con que fabricaba, a fuerza de mimos, la risa de sus nietos.

@xnulex


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