Problemas reales para un alcalde ficticio


Conozco a una señora que tiene la férrea convicción de que con Vick Vaporub se puede aliviar la mayoría de los males del cuerpo. Por esa razón suele usarlo para despejar las vías respiratorias, curar erupciones cutáneas, combatir el insomnio, aliviar el dolor de cabeza, desinflamar golpes, ablandar callos, destensar contracturas o bajar el nivel de estrés, entre muchas otras. Esto, en últimas, no es más que la versión doméstica del postulado de Maslow que dice que si la única herramienta que se tiene es un martillo, todos los problemas parecen clavos.

Espero que usted, paciente lector, pueda disculparme por empezar este análisis somero con esa pequeña indiscreción. Pero lo que quería ilustrar es que si la reputación y el bolsillo de un individuo —un alcalde, digamos— dependieran de que en el mundo se implementen ciertos sistemas de buses que él mismo promueve, entonces sería natural que este sujeto se empeñara en mostrar que los buses son la gran solución a todos los problemas de movilidad de la ciudad que gobierna. Sobra decir, desde luego, que la ciudad y el alcalde que menciono son hipotéticos.

Para continuar con claridad, vamos a suponer que la ciudad señalada tiene apenas nueve millones de habitantes; es decir, que es una de las más pobladas de la modesta región de América del Sur. Convengamos también que, debido a la cantidad de personas, se desarrolló hace unos quince años un sistema de transporte masivo. Sin embargo, contrario a lo que se observa en ciudades de tamaños y densidades similares, en esta no se optó por un metro sino por un sistema de buses articulados que transitan por carriles exclusivos. Si bien esta parece ser una suposición absurda, hay que decir que no es imposible; pues estas cosas suceden muy a menudo en países donde las desiciones técnicas, incluso las más importantes, son siempre un subproducto de las conveniencias y vanidades políticas. Así que le pido, estimado lector, que la tome como válida.

Este sistema de buses, como ya lo hemos convenido, se planteó para ser el eje principal del transporte público y no el complemento de otro con mayor eficiencia. Si se toma como ejemplo regional el caso de Santiago de Chile, que cuenta con cinco millones de habitantes y que tiene además un metro en operación, vemos que su sistema de buses está colapsado, con frecuencias insuficientes, retrasos continuos, sobrecupo en los buses, altas tarifas, averías y congestión en los carriles exclusivos. Entonces, dado que nuestra ciudad hipotética tiene el doble de la población y que no cuenta con otro sistema de transporte masivo, podemos inferir que estos mismos problemas se presentan también allí y tal vez en mayor medida.

Podemos imaginar, por ejemplo, que en las horas de más congestión, solo para entrar a las estaciones, hay que hacer filas interminables que a veces ocupan puentes peatonales enteros. Podemos imaginar también que subir o bajar de un bus, dada la urgencia, la multitud y el ancho de las puertas, es más una imposición de los codos que un ejercicio cívico. Las estadísticas de sistemas similares muestran que en promedio hay ocho pasajeros por metro cuadrado dentro de un bus. Esto es similar a que en un restaurante ocho personas coman en una mesa diseñada para dos. Y bajo estas condiciones, imagine usted las dificultades que podría tener una persona con discapacidad visual o movilidad reducida.

Por todo lo anterior, no es descabellado suponer que las autoridades hayan ideado un nuevo proyecto de transporte para mitigar esos problemas. Lo más sensato en términos de movilidad, según la experiencia mundial, sería la construcción de un metro. Sin embargo, un metro trae consigo retos complejos de logística y de costos. En esa razón nuestro alcalde ficticio podría apoyarse para objetar, por ejemplo, que la solución no es hacer un metro sino más troncales de buses, puesto que son mucho más baratas y que en la teoría hacen lo mismo que un metro. Como usted comprenderá, no le resultaría muy decoroso al alcalde confesar a la opinión pública sus intereses comerciales con los buses. Pero un ciudadano mordaz, aunque hipotético también, podría plantear bajo ese mismo argumento que, en teoría, andar a pie hace lo mismo que un metro y resulta incluso más barato que las troncales de buses.

El inconveniente para este alcalde ficticio es que dentro de sus promesas de campaña incluyó el proyecto del metro. Y ahora, ya electo, no le queda otra alternativa que aceptarlo a regañadientes. Pero en realidad no le gusta la idea. Y no le gusta por una razón tan sencilla como lógica: porque antes de convertirse en alcalde era nada menos que el presidente de una importante compañía que va por el mundo entero promoviendo los sistemas de buses bajo la tesis de que estos son mucho mejores que los metros. Esto no nos sorprende. Dentro del razonamiento que hasta ahora hemos adelantado usted y yo, eso era lo previsible: el mismo martillo para todos los problemas.

La buena noticia, si es que hay buenas noticias en estas tristes ciudades hipotéticas, es que no es necesario empezar de cero. Durante el mandato del alcalde anterior se desarrollaron los estudios para la construcción del metro subterráneo que nuestra hipotética ciudad necesita. Así que es factible pensar que este ejercicio de la imaginación puede tener una conclusión optimista.

Pero la mala literatura está llena de finales felices. Por eso le pido el favor, estimado lector, que me deje soñar un momento con la posibilidad de un argumento más sombrío, solo por la torpe ilusión de lograr una página un poco menos patética. Concedida esta licencia, debo decir que también es posible que el alcalde ficticio desconozca estos estudios que he mencionado. Y entonces, guiado por el ego que guarda en el fondo del bolsillo, proponga en su lugar un metro elevado cuyo trazado pase justo por encima de una de las troncales de buses. Este metro tendría estaciones cada tres kilómetros: sería único en el mundo. El siniestro objetivo de este diseño es que si la estación que más le conviene a un ciudadano está aún muy lejos de su destino, este pobre e hipotético parroquiano tendría que bajarse del metro y continuar su viaje en esa cámara de tortura que hemos imaginado como un bus.

Para redondear este giro dramático, basta con que usted, amigo lector, imagine una última cosa: que en todas las farmacias de esta ciudad hipotética haya siempre tarritos de Vick Vaporub para sobrellevar todos esos males que vienen con las maravillas que se inventan los grandes hombres de genio.

@xnulex


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