La vida después del pero


“Pero” es tal vez la palabra más frustrada del idioma, es la expresión que frena un relato feliz con la intromisión de un defecto o dificultad, la conjunción que introduce el negativismo a la conversación, el enlace que conecta a la objeción, el incómodo recorderis gramatical de que algo va mal.

Por lo general a la vida después del pero solo le siguen quejas, excusas, justificaciones e incluso envidias. El “pero” suele ser lanzado por aquel que tiene límites o reparos sobre los temas tratados, queriendo demostrar obstáculos y valiéndose de estas cuatro poderosas letras que lamentablemente sugestionan nuestra mente y se vuelven más grandes que nuestras intenciones.

Con “peros” se arruinan las más hermosas declaraciones, “también me gustas PERO tengo novia”, se crean ilusiones hasta que se pronuncia “quiero ir PERO no me dejan”, se transforman los halagos “ella canta bien PERO no baila nada”, se disminuyen expectativas “te queda bien, pero si adelgazas lucirás mejor”, PERO no podemos negar que es necesaria dentro de nuestras conversaciones, como cuando requerimos hacer una salvedad a favor de alguien: “el vino tarde PERO llegó”, “no lo encontró PERO hizo todo lo posible” y paradójicamente necesitamos frenar la expresión para objetar y defender.

Bien por los acróbatas que pasan por encima de ellos, los superan y los ignoran. Si en lugar de ponerle peros a las ganas, a los sentimientos y a las ideas los guardáramos para blindar nuestra opinión o cubrir la espalda de quien lo necesita, haríamos las cosas como las deseamos sin limitarnos ni sugestionarnos, equivocarse dejaría de ser literalmente un “pero” y el pero no sería peor.

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