La Última Noche de las Luciérnagas en el Caribe.
Desde niño, cuando tenía tres o cuatro años, el mundo natural empezó a fascinarme, de manera especial, cada mes de abril o mayo cuando empezaban las lluvias y brotaba entonces el verdor de árboles y plantas que generosas se ofrecían en un entorno pletórico de afectos y de padres soñadores con un presente y un futuro mejor para sus cuatro hijos.
Allí, en las calles de Turbaco, mi pueblo natal, tierra de los hacendosos y bravíos amerindios Caribes, en las oscuras noches de los primeros cinco años de la década del 50 del siglo pasado, cuando la energía eléctrica aún no había llegado, sólo nos alumbraba la luz de las estrellas, la linterna a base de gas y la mágica luz de los cocuyos, cuyo nombre, la posmodernidad transformó en luciérnagas.
Bajo un cielo, que antaño se podía observar a simple vista nocturna, acompañado de la Abuelita Ana Hercilia y mi mamá Rosa Isabel, ensayábamos identificar las constelaciones de estrellas más brillantes, los “luceros solitarios “ubicando las Lusiadas o las siete que brillan y los planetas, entre otros, a Venus por su brillo refulgente, y a Marte con su sangriento color rojo.
Después el encanto se triplicaba al ver el mágico espectáculo de unos bellos y mágicos destellos, producidos por unos insectos, igualmente mágicos, en un cuerpo tan reducido; siempre fue un misterio incomprensible e inexplicable hasta cuando ingresé a la secundaria, y entonces las explicaciones de los biólogos Tomás Figueroa y Juan Gutiérrez me hicieron entender que las mágicas luciérnagas producen su luz debido al fenómeno de la bioluminiscencia, el cual, la web ecosfera.com explica escribiendo que:
“Crean la luz como por arte de magia cuando un químico llamado luciferina, el cual dentro del abdomen - cola se combina con el oxígeno (proceso de oxidación), el calcio y el trifosfato de adenosina y ocurre una reacción química que genera una luz espectacular”.
Luego, las luciérnagas continuaron existiendo en mi vida, cuando en los años 60, La María ,en la Esperanza empezaba un lento proceso de urbanización con la venta de los lotes que el míster, Arturo Granger hacía a cómodos plazos. Sin embargo, a pesar del desmonte progresivo de las faldas inferiores de La Popa, los cocuyos continuaban alumbrando las oscuras noches en sus largos momentos de amoríos luminosos.
Más, inexorable el tiempo pasa y ahora, en estos días de septiembre, el mes del carángano, recuerdo cuando en los tres primeros años de la década del 70 del siglo pasado, El Laguito era sólo playas sin edificios ni condominios, caravanas de luciérnagas, alumbraban el oscuro camino empedrado del espolón protector de los embates del Mar Caribe.
Allí en ese sendero: el mar, la playa y los cocuyos se convertían en cómplices de las varias parejas de enamorados que acudíamos al sitio a disfrutar de la soledad de los amantes y de las caricias, que en ese tiempo, todavía, para algunas chicas no pasaban de abrazos y besos, y sólo hasta la parte terminal del delicado cuello femenino.
Después, en esos primeros cuatro años de la década del 70, cuando el destino me conduce a estudiar en Barranquilla y tenía que viajar en los buses con las ventanillas abiertas, porque todavía, muchos no tenían aire acondicionado, disfruté en las noches eternas de un quinquenio el espectáculo, cuando la carretera de La Cordialidad se convertía en una gigantesca autopista de cocuyos enamorados, con sus luces intermitentes haciéndole el amor a las “cocuyas”, para que continuara existiendo el maravilloso milagro de la vida animal.
Sin embargo, al inexorable transcurrir de los años no lo detiene nada, al igual que a la piqueta del llamado “progreso”; surge entonces en la década de los 80 del siglo XX “la Vía al Mar”, que si bien representa un adelanto material y cultural no deja de ser una pista de asfalto donde a diario mueren varios animales, en las ruedas de los carros, porque el progreso les fracturó su hábitat con una autopista de alta velocidad.
Ahora, el veloz proceso de urbanización de las orillas de la vía, trajo consigo la iluminación eléctrica que no sólo impide mirar la luz de las estrellas y de la diosa Selene, la luna, sino también los rituales de amor de las luciérnagas en una noche encantada.
De manera lenta el espectáculo fue desapareciendo: las bandadas de luciérnagas se convirtieron en parejas escasas y sólo un milagro de la naturaleza, que ocurre de vez en cuando permite ver los amoríos de los cocuyos y sus intermitentes luces, en la larga noche que cubre una distancia de más de 100 kilómetros y casi hasta 200, si viajas a Santa Marta, la Perla del Caribe.
Así de esta manera cruel y sencilla murieron mis noches con las luciérnagas del Caribe; estas de más de 30 años fueron las últimas noches que las luciérnagas brillaron de manera visible en un largo tramo de esta exótica tierra Caribe.
No obstante, no es sólo la urbanización. El enemigo mortal de las luciérnagas; lo es
también la deforestación, la destrucción de los hábitats, y de manera especial, el uso indiscriminado de pesticidas e insecticidas, que tiene en peligro de extinción a miles de especies de insectos sobre la faz de la madre Tierra.
Por ello, en estos momentos cuando sabemos sobre la magia de la naturaleza para producir luz, mediante una luciérnaga, cuando sabemos de sus enamoramientos con la intermitencia de sus luces, sobre la sincronización de sus destellos como medio de comunicación y cuando descubrimos que la luz apasionada de los ojos de la mujer amada, brillan como un cocuyo y una “cocuya” cuando hacen el amor, ahora es tiempo de salvar estos espectaculares seres, producto sinigual de la madre naturaleza y la inteligencia de la Divinidad.
Para ello, nada mejor que:
*** asumir el compromiso de sembrar un árbol por cada año de edad que tengamos y así brindar refugios a muchos de nuestros amigos y amigas de la naturaleza de la cual los humanos somos también parte integral.
***Conservar los terrenos extensos arborizados, y si es inevitable la urbanización, construir unidades amigas del ambiente y la naturaleza.
***Disminuir de manera drástica el uso de pesticidas, insecticidas y matamalezas, y promover la movilización social contra su uso y las políticas gubernamentales partidarias de este.
***Crear santuarios de luciérnagas, como lo han hecho algunos pueblos de México, apuntándole a la sostenibilidad, a la magia de vivir en paz con la naturaleza y a la economía naranja.
***Salvar la vida de una luciérnaga, cuando por casualidad, milagro o equivocación de sus radares, llega a nuestros alumbrados apartamentos, como nos sucede a los vecinos del Pie de la Popa.
***Por último, y tal vez en primera instancia, conversar con nuestros nietos y nietas sobre la magia de los cocuyos, recordar los tiempos de la niñez vividos con las luciérnagas y recordar los dulces y ardorosos momentos, cuando los ojos de la mujer amada brillan como como dos de ellas haciéndose el amor.
Con los afectos de siempre, recargados este 2018.
UBALDO JOSÉ ELLES QUINTANA.
uellesq@hotmail.com