Bazurto/ agite a 40 grados


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Cuando el reloj marque las 4 de la madrugada, el mercado comenzará a despertar por los lados de la Ciénaga de las Quintas. Una recua de monstruosos camiones empezará a desfilar lentamente. Despacio, de manera milimétrica, se irán estacionando con los fondillos mirando hacia las puertas que conducen al interior de la central de abastos, pero que son, al mismo tiempo, la entrada a las laberínticas secciones donde se comercian toda clase de alimentos y souvenires de mucha o poca monta. Afirmar que el mercado despierta a las 4 de la madrugada es solamente un decir. En realidad, nunca duerme. Más bien se apagan las luces y se cierran multitudes de puertas que ofrecen lo bonito, lo barato, lo increíble y lo creíble mientras el sol esté asumiendo su recorrido. Se pueden cerrar esas oberturas, se pueden morir todas las luces, pero el mercado, a pesar de sus penumbras u oscuridades más absolutas, esconde fantasmas en sus entrañas. Gentes sin hogares, ni oficio ni beneficio. Gente que maldice su propia vida y hasta maldice al mismo mercado, pero no puede vivir sin él. Gente que moriría de un solo tajo el día que no pueda acceder a esa plaza, así sea para rebuscar unas cuantas monedas entre los cenegales de la miseria; o para ingerir algunos rones baratos y una que otra inhalación alucinógena que ayuden a olvidar los tramos que le faltan al camino de la existencia. El mercado no duerme. Solo finge salir de su propio cuerpo a visitar otras regiones oníricas. La vida que se nota, la que retratan los ojos y los lentes fisgones, padece eternamente la vehemencia de la canícula incontrolable del litoral. El mercado no es mercado si no muestra sus transpiraciones, sus gritos, sus correndillas, su amalgama de ruidos dispares, sus procacidades, sus elegancias, sus aromas, sus hedores, su música, sus triunfos, sus fracasos, sus frustraciones...No hay mercado si no hay trancones humanos entre montañas de hortalizas, plátanos, carnes, licores o vestimentas que aúllan en todos los colores, formas e idiomas. Tampoco hay mercado si no se entrecruzan el agiotista, el cargador de bultos, el carretillero, el borrachín, el carpintero, el predicador, el peluquero, la prostituta, el cacharrero, el raponero, el maricón, el proxeneta...Sin ellos no hay mercado. Cuando el reloj marque las 10 de la mañana, el mercado se impregnará con el espíritu del pescado burbujeando entre un mar de manteca oscura, un cerro de yucas sancochadas y humeantes como las grandes ollas de las fondas rodeadas de banquetas donde se sentarán desde el paupérrimo marañero hasta el poderoso empresario de caudal. Todos se vuelven sus propios iguales cuando aceptan hundirse en el maremagnum de la agitación mercantil. El mercado los reconcilia, nunca los aparta. El mercado les alegra la vida con el bálsamo de sus especias colgando del techo de las colmenas. El mercado los invita a creer que la fortuna está en las manos de la muchacha de muslos apretados que pasa vendiendo sus juegos de azar, como si la vida fuera no más que un número por descifrar. La vida tiene que ser otra cosa. Es tal vez el aura visceral que se extiende sobre las orillas de la pútrida ciénaga o sirve de espacio a la agonía de los alcatraces. Podría ser también esa fila interminable de buses pitando, que cruelmente nos recuerdan el rezago de esta vieja ciudad.


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