Diblo Dibala: Soukus con mar de fondo


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Traducción: Nicolás Contreras

La expectativa no era por él.
Más bien, la atención de los viejos y nuevos champeteros de Cartagena estaba centrada en la visita de M'bilia Bell, la desconocida intérprete de un listado de canciones que nadie en Olaya Herrera o Membrillal sabe de qué hablan. Pero se bailaron (y todavía se bailan) a todo lo largo de los años ochenta en los estaderos y picotódromos que se organizaban, improvisadamente, cada fin de semana para sacarle humo a los pisos de tierra.
No vino la cantante africana. M'bilia, a quien todo el mundo todavía imagina como la muchacha negrita, pelo alizado y culito parado que se ve en las carátulas de los discos de acetato, o en los videos piratas que venden los disqueros del mercado de Bazurto, canceló su visita a Cartagena por cuestiones de documentos y por la guerra civil de El Congo, según dijo Alex Boicel, el manager de los grupos musicales africanos en todo el planeta.
La frustración, al menos para quienes deseábamos ver y escuchar a M'bilia como en los tiempos en que bailábamos su “Mañoso”, su “Granada” o su “Guapiyé” (como los rebautizaron aquí), fue tremenda, teniendo en cuenta que el extinto “Festival de Música del Caribe” nunca la trajo cuando debió traerla; y ahora, aunque un poquito pasada de moda, el “Festival Cartagena Caribe” prometió, con todos los bombos y todos los platillos, invitarla, pero al final nos dejó a muchos con los zapatos puestos y con las ganas a punto de ebullición.
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En su lugar, vino Diblo. Este guitarrista congoleño, de cuyas canciones casi nadie se acordaba, practicó todo el repertorio de M'bilia Bell para acompañarla ante nosotros, en la que sería su primera presentación el sábado 28 de junio en la plaza de Toros Cartagena de Indias.
Y nos quedamos esperando a M'bilia. Entonces, Diblo se presentó en las horas de la madrugada para observar una plaza casi vacía y, a pesar de eso, tocar su guitarra como todo un gigante del soukus, que aquí le dicen “champeta”, pero que allá es mejor tocado y cantado que en los recovecos de la zona suroriental de Cartagena.
En las horas del medio día, Diblo había conversado con un grupo de periodistas en el “Hotel Cartagena Estelar”. Su voz de prudente tono, casi inaudible, y sus maneras agradables y sencillas, poco hacían presumir que la de él sería una de las mejores presentaciones de la noche. Y así fue: al final hubo dos conciertos fuera de serie: el de Totó la Momposina y el de Diblo con su grupo Matchatcha.
Dibala se sobró. El sonido poderoso de las guitarras, el entrecruzamiento super profesional de las voces de los cantantes, la detonación de la batería rústica y negadora de las electrónicas que se han apoderado de todas las músicas del mundo; y el baile sensual, exquisito, ensoñador y afrodisíaco de las bailarinas hicieron que el universo entero se quedara callado.
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El universo, el pequeño universo que a esas horas palpitaba en las entrañas de la plaza de toros Cartagena de Indias, no emitía ni un solo respiro, pues cualquier balbuceo, cualquier movimiento parecía un sacrilegio ante esa música viril que estaba inundando el espacio. Nadie se atrevía a mover los pies por respeto a la cátedra impartida por las bailarinas. Todo el mundo, fijo en la tarima y sin mover un dedo o soltar palabra, parecía quitarse el sombrero solo con el impactante gesto del silencio, mientras Diblo y sus muchachos hacían respetar su clase.
“¡Qué sonido hijueputa!”, dijeron a mis espaldas; y yo aprobé la afirmación con un movimiento de cabeza, pues la calificación más cercana, en buen lenguaje callejero, era esa. “¡Que presentación excelente!”, hubiera podido decirse en buen cristiano, pero ocurre que esa música pegó en Cartagena, gracias a la pasión de picoteros y bailadores de los estratos bajos, quienes poco saben de fonemas elegantes para expresar lo que sienten, aunque hacen vibrar las palabras en forma certera, como ese que, a mis espaldas, elogió a Diblo diciendo que su ejecución de cuerdas era “¡una cosa hijueputa!”
A esas alturas, en ese paroxismo musical rodeado de alcoholes y amenazas de lluvia, el poderío emitido por los seis integrantes de Matchatcha, parecía decir: “no vino M'bilia, pero aquí estamos nosotros”. Y creo que con eso fue suficiente.

“I don’t speak Spanish”

Pasillo de hotel.
A las 11:00 de la mañana del domingo 29 de junio, en los rostros de quienes habían presenciado el recital de Diblo Dibala la noche anterior, se notaba el trasnocho alicorado, cuyos malestares suelen acrecentarse con la limpidez del sol que ataca en las calles de Cartagena.
Llego a los pasillos del hotel Cartagena Plaza en donde la tarde del sábado, Diblo Dibala dijo que estaría disponible para resolver algunas entrevistas. El guitarrista enorme se encuentra sentado en un sofá abullonado, al lado de una morena poco agraciada que dice llamarse Yolen, utilizando un inglés revuelto con lingala.
Me acerco a Diblo y lo felicito en castellano, porque no sé decirle en inglés, francés o lingala, que su presentación en la plaza de toros estuvo del carajo, pero él sonríe como si hubiera entendido; y enseguida aprovecho para recordarle que tiene una entrevista conmigo y con dos periodistas más, quienes aún no llegan. Pero me quedo frío cuando me dice, “I don’t speak spanish”. Busco ayuda en los ojos de Yolen, la muchacha sin gracia que lo acompaña, y ella también dice que desconoce el castellano. Así que me siento en calzas prietas. Pero de pronto, una de las pocas frases que aprendí en el bachillerato me espantan el temor de que Diblo se vaya y se pierda la oportunidad de entrevistarlo: “I’am journalist”. Y todo se arregla.
Minutos después aparece el resto del grupo, cámara en mano y preguntas en mente, aunque ya Diblo ha subido a su cuarto en el sexto piso del hotel, no sin antes haber recomendado que lo llamaran por el citófono que todos los huéspedes utilizan en la recepción del Cartagena Plaza. Media hora después, estamos ante un Diblo más reposado y con más apariencia de picotero que el día anterior.
En realidad, ahora se nos presenta con menos aura de ídolo, como si de un momento a otro hubiera abandonado, en cualquier rincón del hotel, su barniz de estrella mundial de la música, para volverse uno de nosotros; algo así como un chofer de bus de la ruta Torices-Centro o un empresario de picós, que estuviera ventilando el próximo contrato en alguna caseta del barrio Nariño.
Después de una rápida propuesta de los periodistas, el hombre decide responder en francés y que le pregunten en esa misma lengua, que es la que más utiliza por su residencia en París. La idea es hablar de su vida, de su nacimiento, de su tierra natal, de sus grabaciones en solitario (o con Juan Luis Guerra, en Fogaraté), de sus manos más eléctricas que la misma guitarra... En fin, todo lo que pueda contar en el tono casi imperceptible que utiliza para explicarse.

La piquiña musical

Gracias a que nos enseña su última producción discográfica con el grupo Matchatcha (La piquiña), nos enteramos de que los cantantes que hicieron de las suyas en la plaza de toros, se llaman Laskino Ngomatchek y Otis Mbuta Diasolwa; y que las bailarinas de coreografía afrodisíaca se nombran Tamy Ebring y Natalie Marcelus; y que los padres de Diblo son Kabalu Edward y Muyinga Dibala Generose. De ahí, saltamos a las preguntas:
—¿Cómo se encontró usted con su vocación musical, y especialmente con la guitarra?
—La verdad es que vengo de una familia muy musical de Kisangani Congo Kinshasa, en donde nací. A mis padres les gustaba mucho la música. En esa época había un grupo llamado Vox Africa con el que aprendí mucho. Así que lo único que yo he hecho es continuar con la tradición familiar. En cuanto a la guitarra, sucede que en el barrio en donde me crié ese instrumento era muy usual entre los jóvenes, de modo que era inevitable que aprendiera a tocarla con toda esa carga musical que había recibido de mi familia. Además, la guitarra siempre ha sido un instrumento fundamental para muchas cosas. Yo empecé con ella y después tomé el bajo. Claro, debo decir que cuando decidí ser músico, mi familia no estaba muy de acuerdo; decían que la vida de un músico es muy sufrida, que se tienen muchas limitantes. Pero al final, todos comprendieron que era eso lo que me nacía del corazón.
—Dada la calidad con que su grupo se desempeña en tarima y grabaciones, ¿tienen ustedes estudios de conservatorio?
—No. Yo jamás creí que debía estudiar en algún conservatorio. Y lo mismo piensan los cantantes, quienes día a día están trabajando y adquiriendo experiencia. De manera que todo lo que hacemos nos nace del corazón. Podría decirse que lo nuestro es puramente ambiental, pues allá en donde nos criamos es muy difícil que un joven no aprenda, por lo menos, a silbar una melodía sin desafinarse. Los únicos estudios que tengo son de técnico electrónico y algo de Administración Comercial, que obtuve en una universidad de Monza. Yo diría que en África no se aprende la música como en América, porque allá dependemos mucho del feeling, del sentimiento, y únicamente por eso nos guiamos.
—¿Qué vino después de Vox Africa?
—Trabajé con otros grupos como La Gait, Ifanza, Bella Mambo, Bella Bella, Bana Mos, Loketo y ahora estoy con Matchatcha, que fue el grupo que ustedes vieron anoche. Con ellos he grabado 14 discos de larga duración desde 1990. También he colaborado en algunas grabaciones, como en el tema Iyole, de Kanda Bongo Man, además de dos producciones que hice con Pablo Lubadika y Juan Luis Guerra, pero en épocas y lugares diferentes. Por esa razón, ahora mismo no recuerdo cuántas producciones tengo, porque casi siempre estoy participando en diferentes producciones. Además de que yo era muy joven cuando aprendí a tocar el bajo con Vox Africa: salía del colegio a medio día y me iba a practicar con el grupo, para las presentaciones nocturnas en los bares. Esa fue una etapa de aprendizaje. Con el grupo Matchatcha sí sé que llevo catorce discos, porque es mi grupo de planta actualmente.
—Sus maestros en esa época...
—Primero que todo, mi inspiración está en el jazz y en la música folclórica que escuché en mi casa, pero no tengo problemas para escuchar la música de todo el mundo, y finalmente es esa mi fuente de inspiración. Sin embargo, les cuento que el jazz de Georges Benson es una de mis grandes influencias. Pero básicamente escucho cualquier clase de música, la analizo, la estudio y la adapto a mi estilo musical.
—Pero nos parece que usted tiene mucho de Loambo Franco Makiabi, Frank Fantomas y Tabu Léy Rocherau...
—Es posible. Pero debo decirles que Franco fue uno de los pocos a quienes los jóvenes de mi generación seguíamos, ya que él fue muy perseguido en la época de la dictadura, de manera que a los demás nos tocó cantarle al amor para evitarnos problemas. Sin embargo, yo digo que hay una gran relación entre mi música y la política, puesto que me inspiro mucho en la realidad de las gentes oprimidas. Esa es la principal fuente para escribir las letras de mis canciones.
—¿Y qué pasó con Kain Madoka, a quien no mencionó?
—Bueno... es que él es un artista que permanece en los estudios de grabación y siempre lo invitan a grabar. Por eso aparece siempre en producciones de Olus Mabellé, Papa Wemba y con muchos otros, entre esos yo. Pero no es que hayamos formado una agrupación permanente ni nada que se le parezca.
—A propósito de Aurlus Mabellé, esa unión fue tan importante como la de Willie Colón y Rubén Blades. ¿Por qué no continuaron?
—De verdad que sí fue importante, pero había un problema de personalidades, de temperamentos. Al principio, marchamos muy bien, pero después empezamos a no entendernos, hasta que descubrimos que lo mejor era que cada cual formara su grupo por aparte.
—¿Cómo fue su encuentro con Juan Luis Guerra y con cuál otro músico latino le gustaría trabajar?
—Eso se dio porque una vez yo estaba tocando en Nueva York y él me escuchó, aunque, según me dijo después, él estaba muy pendiente de mi música, que la venía escuchando desde años atrás, pero que nunca había podido tener contacto conmigo. Así fue como me invitó a la grabación del disco Fogaraté. Esa fue una experiencia magnífica. Tanto es así que he querido grabar con otros músicos americanos, pero el problema son las limitantes económicas para hacer una producción. También he trabajado con artistas de la isla de Guadalupe. Y me gustaría mucho trabajar con Alfredo de la Fe, el violinista cubano.
—¿Qué significa el continuo movimiento de caderas y traseros que ejecutan sus bailarinas en la tarima?
—No tiene ninguna significación especial, pues el movimiento de las caderas y las nalgas es muy común en los bailes africanos.
—¿A qué atribuye que su música haya gustado tanto en Europa, siendo que allá todavía se encuentran algunos resquicios de intolerancia contra los negros?
—Hasta ahora no he tenido problemas en ese sentido. La prueba es que las grandes casas disqueras de allá han grabado mis producciones. Es que la música es un lenguaje tan impactante que puede romper cualquier barrera. Por eso creo que mi música no ha sido la excepción.
—El soukus fue muy discriminado en Cartagena y ahora gusta un poco más. ¿Pasó lo mismo en su país?
—Nunca, porque esta música es nuestro estandarte. Incluso, en París nuestra música goza de gran aceptación y le dan mucha cabida en la televisión, debido a que tiene la ventaja de que se canta en francés. Por supuesto, no voy a negar que en algunos sectores existe un poco de intolerancia contra nosotros, como en Estados Unidos. Para mí, sucede que a veces esos problemas se presentan por épocas que los países después van quemando hasta que se reacomodan las cosas.
—¿Qué siente usted al saber que su música, y la de otros grupos africanos, han ayudado a que surja una nueva música en Colombia?
—Me alegra mucho cuando compruebo que mi música les ha servido a los jóvenes de Colombia. No tengo palabras para expresar lo que siento, pero me alegra mucho eso.
—¿Ha tratado de reclamar alguna vez los derechos que tiene en Colombia respecto a la música africana que se traía de contrabando hace 30 años?
—No. Yo no me doy mala vida por eso, porque necesitaría una buena organización y tiempo de sobra para hacerle seguimiento a la piratería, que es un fenómeno mundial. Yo simplemente vendo y vivo de mi trabajo.

Un disparo de cuerdas

Minutos antes de que acabara la entrevista, Otis Mbuta, uno de los cantantes de Matchatcha, había entrado a la pieza de Diblo, pero se quedó observando desde una ventana, a través de la cual el mar Caribe arrojaba su aliento salado y milenario como el de las Costas de Marfil.
Otis solo intervino cuando Dibala agarró la guitarra sin energía eléctrica que reposaba en una de las camas y se dispuso a cantar uno de sus éxitos, que en Cartagena rebautizaron como “El Bololó”, pero su nombre real es “Bouma”; y después, otro que los picoteros contrasellaron como “De bote en bote”, aunque originalmente se titula “Nayé”. “La guitarra más rápida del Oeste”, como conocen a Diblo en todo el mundo, le hace una seña a Otis y éste se lanza al ruedo con un trocito de canción que desconocemos.
Después nos explican el significado de algunas de las canciones de M'Bilia Bell. Así sabemos que aquella que llamamos “La granada” o “La bollona”, en realidad se titula “Mobali na Ngai wana” (A este marido mío) y es un elogio de la mujer hacia el esposo, quien pudo haber escogido a muchas otras mujeres de Kinshasa, pero se quedó con ella.
El mar sigue rugiendo a los pies del hotel...
Julio de 2003


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