Japoneses comprando dulces en Palenque

En Palenque nació el sol


Como pequeños lingotes de sol, unas muchachitas japonesas entraron a Palenque en medio dos hileras de niños del colegio Benkos Biohó.

Una parte de las dos hileras portaba banderas de papel verde y blanco, mientras el resto era la banda de guerra, todavía exhibiendo tanques de plástico y tapas de ollas de cocina, a guisa de instrumentos percutivos.

Ese día no hubo clases. El encuentro entre el sol del oriente y los nietos del continente negro, dio para que la institución educativa suspendiera sus labores y se dedicara a contemplar las pieles amarillas, los ojos rasgados, los cabellos erizados y las sonrisas permanentes de los pasajeros del Peace Boat, que había llegado de Japón.

Tal vez los ambientalistas japoneses han nutrido suficientemente sus ojos con todos los colores del mundo, cada vez que dan la vuelta en su rededor, pero los niños palenqueros —y algunos de los viejos— nunca habían visto tan de cerca esas dentaduras enormes y ese hablar de mil revoluciones.

Los japoneses habían llegado desde muy lejos a promocionar en Palenque el programa de los patios productivos, algo así como el inicio de la recuperación de los territorios que, en el pasado, los palenqueros fueron perdiendo a manos de compradores de tierras, quienes ahora las tienen para el cultivo del pasto que alimentan a sus reses.

Con los recursos aportados por los japoneses, los palenqueros podrían recuperar sus terrenos y la agricultura, pero empezando por sus propios patios, los que deberán convertirse en pequeños huertos y granjas en donde convivirían las crías de aves de corral y de cerdos, para el sustento familiar.

Una vez superada la meta hogareña, las granjas-huertos saltarían hacia las grandes parcelas a las afueras del pueblo y todo volvería a ser como antes: habría alimentación para todos, los vecinos recuperarían la solidaridad de les dejaron sus ancestros africanos y los productos de la tierra inundarían nuevamente los mercados de las principales ciudades del Caribe colombiano.

Ese sol de esperanzas se veía en los rostros de los niños y los muchachos palenqueros, cuando las japonesitas se engolosinaban con las muestras de la dulcería que se instaló a un costado de la plaza. Los caballitos, las cocadas, los enyucados, las alegrías y las jaleas casi saltaban ansiosas por recibir la caricia de esos paladares asiáticos.

Indiferentes al calor carbonizante, y armados con cámaras digitales, los japoneses se repartieron como hormiguitas candelillas por todos los rincones del pueblo. Una joven captó la pose amenazante de la estatua de Benkos, el fundador del pueblo. Ancianos de cabellos largos y blancos, se abrazaban con muchachas negras y vigorosas ante los lentes y los flashes que les congelaban las sonrisas.

El restaurante Los recuerdos de ella, de Andrés Salas, se convirtió en centro de convenciones, en cuanto los 80 japoneses se sentaron a escuchar un discurso trilingüe ejecutado por los líderes comunales Manuel Pérez, Andreus Valdez y Luis Marrugo Fruto, acompañados de Ichiro Gutiérrez Masiko, el coordinador internacional de Peace Boat.

Los tres primeros hablaban en lengua palenquera y en castellano; y Gutiérrez Masiko hacía lo propio en japonés, mientras arroyos de sudor parecían transparentar aún más los rostros de los oyentes orientales, quienes, una vez terminada la reunión, volvieron a asombrarse con el arcoiris que colgaba de las artesanías palenqueras a lo largo de la calle principal del pueblo.

Algunos vendedores del arte popular se quedaron sin vender por no disponer de menudo en contra de los billetes verdes que usaban los japoneses.

Al otro lado de la calle, los orientales más viejos se encantaron con las totumas, los morteros, los manducos para lavar, los palotes para revolver la sopa, las cucharas de palo y los morteros que se exponían bajo un kiosco de madera y techo de palma, que tampoco pudo dominar la presencia agobiante del calor.

Al otro extremo del recinto, las plantas medicinales, el orégano, el ron compuesto y cualquier cantidad de hierbas para aliviar los males del cuerpo y de la mente fueron compradas en abundancia por las ancianas niponas.

Al final del restaurante, dos ollas de un sancocho trifásico arrojaban columnas de humo que se repartían por todas partes, estimulando las ganas de almorzar que los japoneses se preciaban de saber esconder. Dos horas después, las mesas estuvieron dispuestas para recibir las totumas llenas del sancocho humeante.

Durante el almuerzo, fue cuando los japoneses supieron que esa cosa ardiente que les agredía la boca se llamaba ñame; y que el jugo sanguinolento que les servían en grandes jarrones se extrae de una mata espinosa llamada corozo. Les dieron un platanito maduro a cada uno para que lo consumieran con la comida de la tarde y un trozo de patilla para que refrescaran después del almuerzo, pero ambas cosas las devoraron casi al instante de recibirlas.

Unos minutos después, más de diez japonesitas formaron fila al final del patio y frente a la puerta del excusado.

En el picó del restaurante sonaba la música del Sexteto Tabalá, pero los japoneses continuaban pendientes de un grupo de muchachos y muchachas que, en la Casa de la Cultura, se ataviaba con ropas negras y blancas, que serían sus atuendos en la danza del pavo, pero también en ese derroche de energía que es la puya palenquera.

Algunos de los asiáticos intentaron imitar la rapidez de los palenqueros en eso de mover los pies y las caderas en el pavimento reseco de las afueras de la iglesia: la risa y los aplausos inundaron el espacio.

Un encuentro futbolístico entre orientales y occidentales terminó de hermanar a los pueblos. Algunas peinadoras se lucieron tratando de dominar el cabello rebelde de los japoneses con trenzas adornadas por las mismas chaquiras que compran los turistas en las playas de Cartagena.

Antes de regresar al muelle de la Sociedad Portuaria, los visitantes se detuvieron unos cuantos minutos en la puerta del restaurante para observar a las muchachas palenqueras bailando la champeta bolivarense.

Sus movimientos eróticos, el oleaje de sus cinturas apretadas, el impacto de sus piernas sobre el piso de cemento pulido fue, tal vez, el recuerdo más inquietante que los forasteros fijaron en sus memorias.

Y el sol seguía sonriendo en fulgor de sus caras alegres.

 


TAMBIEN TE PUEDE GUSTAR