Érase una vez un circo pobre


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Muchos de los niños que asisten a este circo nunca habían visto un circo pobre. Ese calificativo solían escucharlo únicamente en las frases bromistas de sus mayores. “Este se despide más que circo pobre”. ¿Cómo así que un circo pobre se despide varias veces? ¿Acaso le da nostalgia la muchachada que asistió a las incontables tardes de sus funciones? ¿O acaso la temporada fue tan poco productiva que toca prolongarla, pero haciendo como que nos vamos y no nos vamos? Sea lo que sea, no sabemos de qué manera piensan los hacedores de este circo. Lo que sí recordamos es que recién llegados recorrieron el barrio en moto, megáfono en mano, anunciando las bondades del circo, pero sobre todo haciendo énfasis en la actuación de un burro bailador. ¿Bailador de qué? Pues, de champeta. ¿De qué otra cosa podría ser? ¿Acaso los niños de esta barrio vienen siendo educados en el amor a los ritmos y danzas autóctonas que cultivaron y bailaron sus abuelos? No. Ellos llevan en los oídos y las piernas las enseñanzas de ese gran maestro de las multitudes populares, y hasta lumpenales, que es el picó, un profesor de voz estruendosa que solo sabe impartir cátedras de aquella música que es, al mismo tiempo, un aire desgarrado que atraviesa, basto cuchillo, las monotonías del abandono. Pues bien, el burro baila champeta. El burro aparenta ser partidario de los golpes y las melodías procedentes de la madre África. Y en sus pasos se resume una afrolatinoamérica que se hace presente en el desorden de estos niños subiendo las gradas de madera del circo. El redondel es la tierra viva de una zona verde que, entre veces, los mismos lugareños toman como basurero y escombrera. El tufillo de algún perro muerto se cuela subrepticiamente por uno de los huecos de la carpa en el mismo instante en que el trapecista hace su número de la cuerda floja. Asombrosa su actuación, pero los niños, tal vez asusados por los adultos, exigen a voz en cuello la aparición del burro champetero. Alguien vende bolsitas de mango biche con sal, mecatos y chicles de varios colores, en tanto que los payasos se afanan por provocar la risa de la concurrencia, que solo usa la voz para demandar la aparición del burro. La brisa de las colinas cercanas hace mover nuevamente la carpa: un sonido de estrépito que, sin embargo, no asusta. Y el burro aparece. Las voces agudas y atronadoras del público infantil invaden el recinto. Una mujer, quien hace las veces de taquillera sobre un taburete de cueros y maderas, se aburre de esperar más espectadores, cosa que al burro parece tenerle sin cuidado.¿Se aburre el burro? No. El mundo para él no es más que la guitarra y la batería electrónica de una champeta que suena al fondo. Levanta las patas delanteras y pone los cascos sobre los hombros del hombre que lo acompaña a desarrollar el show. Los niños aplauden y tal vez comprueban alegremente que el jumento entiende de ritmos y compases, pues hasta el momento sus pasos no han trastocado los lineamientos del ritmo. Empero, su rostro, sus ojos, sus orejas levemente inclinadas hacia atrás hacen creer que no disfruta lo que hace. Parece desconcertado. La danza termina y le repiten la pieza hasta el cansancio. Alguien anuncia un recreo de algunos minutos mientras se prepara el resto de la agenda. Pero gran parte de la gradería se retira a través de un portón trasero desde donde alcanzan a observar al burro bailador en su verdadera condición de cuadrúpedo carguero: la hierba del exterior del circo parece importarle mucho más que lo que esté ocurriendo allá adentro.


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