Irene Martínez, desde Gamero un canto


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A finales de 1980, la canción El lobo se apoderó de todas las estaciones radiales de Cartagena y, por ende, de todos los ámbitos sociales de la ciudad, que empezaban a prepararse para las fiestas novembrinas de ese mismo año.
Los planteles educativos, que eran el marco social en donde nos movíamos los adolescentes de ese entonces, no fueron ajenos a la expansión que ese tema folclórico iba conquistando sin pedir permiso, aunque muy pocos nos preocupábamos por saber quiénes eran los intérpretes de la pieza que nos hacía bromear cantando o bailando. El caso es que el estribillo se instalaba en los oídos y, una vez instalado, hacía lo posible por aferrarse como una roncha en las paredes del cerebro.
Gracias a los programas musicales televisivos, los más ignorantes terminamos por enterarnos de que los responsables de tanta algarabía folclórica eran los integrantes de un grupo llamado Los soneros de Gamero, y que la voz que llenaba de curiosidad a los fanáticos de lo carnestoléndico pertenecía a una señora sesentona nombrada Irene Martínez.
Tanto la palabra Gamero como el nombre de la cantante eran altamente desconocidos para una gran masa de cartageneros y habitantes del Caribe colombiano, pero los ritmos que se escuchaban en las emisoras sí que les eran muy familiares, puesto que guardaban cierta familiaridad con lo que en tiempos pretéritos dieron a conocer agrupaciones como Los gaiteros de San Jacinto, Los corraleros de Majagual, Rufo Garrido o Pedro Laza y sus pelayeros.
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Ante el advenimiento de la voz de Irene y sus graciosas intervenciones, no faltaron quienes la compararan con la aparición, en los años 70, del juglar magdalenense Juan Polo Cervantes (apodado Juancho Polo Valencia), quien también llegó a los estudios de grabación siendo un anciano, quien, muy a pesar de los años que llevaba a cuestas, conservaba energía y talento para cantar, componer y amenizar conciertos (en ese tiempo se decía “casetas”) a lo largo y ancho de la Región Caribe colombiana.
Contrario a la mayoría de mis contemporáneos, la palabra Gamero no me resultó tan extraña cuando la escuché asociada a la música de Irene, pues desde muy pequeño sabía que se refería a un corregimiento del municipio de Mahates, norte del departamento de Bolívar. Desde el Mercado Público de Cartagena, Calle del Arsenal, el bus de Mahates recorría una hora de carretera para luego desviarse hacia la entrada del municipio. Pero antes, se desviaba nuevamente hacia Gamero, daba la vuelta en la plaza del pueblo y proseguía su camino hacia su destino inicial. Entre Mahates y Gamero había, a lo sumo, diez minutos de distancia.
El lobo fue la primera canción que escuché de Irene Martínez, pero me tocó esperar varios meses para que esa cantadora dejara de ser sólo una voz en mis oídos y se convirtiera en una presencia física, concreta y avasallante sobre la planicie retadora de una tarima. Y fue un 16 de julio, día de la Virgen del Carmen, cuando la empresa Consumares organizó un concierto con varias agrupaciones musicales en el Parque de la Virgencita, del barrio Blas de Lezo.
A esa cita acudieron las orquestas y conjuntos más cotizados del momento, pero a nadie le cabía duda que la estrella de la noche era Irene Martínez, quien llegó presurosa, hizo algunos chistes con los animadores del espectáculo e inmediatamente se concentró en cantar El canato, su éxito del momento, aunque ya en todo el país era ampliamente aplaudida por bullerengues como María gurrupiá, Mambaco, Rosa, A pilá el arroz, La iguana y La candela viva, entre otros.
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Fueron pocos los minutos que pude observar la participación de Irene. El apretujamiento y el desorden del público no permitían una manera cómoda y prolongada de admirar el espectáculo. Semanas más tarde la vi en el barrio Amberes, en casa de Wady Bedrán, el propietario y manager de Los soneros de Gamero, agrupación a la cual ya pertenecía mi hermano Marco, como bajista de planta. En ese nuevo escenario, la imagen de Irene distaba mucho de la de una estrella del espectáculo. La suya era más bien una presencia doméstica, reposada y tranquila.
Así volví a verla en posteriores ocasiones, pero también animando tarimas en Cartagena o en los municipios de Bolívar, en donde la gente dejaba de bailar para presenciar su concierto; aunque una vez terminada su presentación, niños y adultos la rodeaban ya fuera para tomarse fotos o simplemente para observarla y constatar si de verdad era ella o si sólo se trataba de un invento fantasmagórico de los medios de comunicación.
A principios de los años noventa volví a saber de ella, mediante del telenoticiero del Canal Caracol, que se había trasladado hacia Gamero para informar sobre el estado económico y de salud que padecía la cantante. Las imágenes la mostraban caminando en medio de una calle polvorienta, pero también en la residencia que logró remodelar gracias al éxito de sus canciones. Una protuberancia en su cuello, cubierta con semillas de alguna planta medicinal, era la señal ineludible del cáncer de garganta que la venía carcomiendo.
Al final de la nota, y después de haber implorado la ayuda pública para remediar su situación, cantó un fragmento de El lobo, la canción que empezó a hacerla famosa en momentos en que cualquier otra persona hubiera procurado coronar una pensión vitalicia como recompensa a tantos años de trabajo. El cáncer terminó llevándola a la tumba un 23 de agosto de 1993.

Eh, eh, eh, ven a María a gurrupiá

Irene Martínez Mejía nació el 31 de diciembre de 1923, en el barrio Corea, del corregimiento de Gamero, jurisdicción del municipio de Mahates (Bolívar), en el hogar de Miguel Martínez y Juana Mejía.
Familiares de la cantadora, quienes aún habitan en Gamero, cuentan que ésta tuvo como hermanos de padre y madre a Mario y Miguel, y que había un hermano materno llamado Pablo Tovar, quien, al igual que la mayoría de los pobladores, llenaba su ratos libres haciendo música como percusionista.
Algunos recopiladores de datos aseguran que el corregimiento fue fundado un 20 de febrero de 1697 por un pescador llamado Juan Gamero, oriundo del departamento del Magdalena, quien llegó hasta estos territorios persiguiendo la subienda anual de peces, por lo cual terminó levantando un cambuche a las orillas de la ciénaga Matuya, cuerpo de agua que sigue siendo la fuente alimenticia para la población.
Gamero ocupaba el cambuche durante ciertos periodos, hasta que un día decidió traer a su familia y a varios coterráneos, quienes empezaron a levantar viviendas con lo que fue naciendo un nuevo asentamiento que terminaría poblándose definitivamente para la época de la llamada Guerra de los mil días, que se libraba entre liberales y conservadores.
Se cree que por la existencia de una cárcel de máxima seguridad en Mahates, la afluencia de personas de variadas regiones colombianas también pudo haber ayudado a poblar esos territorios, pero fue con la abolición de la esclavitud como hombres afrodescendientes llegaron a los territorios, que parten desde el corregimiento de Sincerín hasta Mahates, a trabajar en las plantaciones de caña, algunas fundadas por ciudadanos cubanos y otras por empresarios colombianos.
Al mismo tiempo, se cuenta que la gran afición de los gameranos por la música era compartida con poblaciones como el palenque San Basilio y Evitar, actividad ésta que se vio acrecentada con la llegada de los trabajadores cubanos, quienes, a la vez que atendían sus ingenios azucareros, practicaban música con grupos de percusión llamados sextetos, que aún sobreviven en algunos regiones campesinas de Colombia.
Miguel Martínez, el padre de Irene, hacía parte de un sexteto gamerano que rápidamente se aprendió los cantos cubanos y los combinó con los aires populares que se conocían en esta parte del departamento de Bolívar. Juana Mejía, la madre de Irene se desempeñaba como cantadora de bullerengues y sus mayores incursiones se registraban en los cumpleaños, en las fiestas patronales, en los velorios cantados, en las fiestas del 24 de San Juan, que se celebraban en varias poblaciones norteñas cuando llegaban los meses de junio y julio.
“Eso del 24 de San Juan —recuerda Sergio Hurtado, uno de los hijos de Irene—, era una costumbre que todo mundo esperaba para cantarle a los que se llamaban Juan o José, pero no sé de dónde viene eso. Mi mamá, desde muy pequeña y apoyada por mis abuelos, participó en esas rondas de bullerengues y en esas celebraciones de San Juan, a las que también se les conocía como canto de gallo. Una de las canciones que más recuerdo cantadas por mi mamá era El puerco jabalí, que creo que también la trajeron los cubanos a las plantaciones de caña”.
Los ancianos de Gamero recuerdan que Irene se casó muy joven con un pescador llamado Francisco Hurtado, con quien concibió seis hijos: José Antonio, Ermenegilda, Blanca Asteria, Manuel, Virginia y Sergio, pero nunca más volvió a participar en las rondas de bullerengue ni en los 24 de San Juan, debido al carácter celoso de su marido, quien pronto se hizo popular en la población por sus continuas parrandas, al punto que murió a la temprana edad de 50 años, víctima de una cirrosis hepática que, al perecer, los médicos de entonces no pudieron atenuarle.
Sin embargo, después de quedar viuda y respondiendo por seis hijos, Irene Martínez no optó por volver al bullerengue sino por dedicarse a trabajar en dos hectáreas de tierra que el difunto esposo había dejado en el sector conocido como Pita, a unos diez minutos de Gamero. Para ese entonces, entre sus coterráneos, se hizo popular la imagen de la futura estrella, machete en mano, derribando malezas, arando la tierra, haciendo rozas y tuntuneando (cazando hicoteas), pero también lavando ropa ajena en las orillas de la ciénaga Matuya con tal de salir adelante con sus hijos, pero sin comprometerse nuevamente en maridaje.

A pilá el arroz, mamita…

El productor musical y creador de Los soneros de Gamero, Wady Bedrán Jácome, dice recordar que tenía cinco años de edad cuando vio a Irene Martínez cantando bullerengue en el patio de su casa o en las fiestas de sus vecinos, siempre acompañada por tamboreros, maraqueros, tabliteros y cantadores que improvisaban conjuntos de sextetos. Eran hombres rudos, del campo, pero talentosos para la música. “Irene iba a mi casa y hasta me cargaba —agrega—, pero nunca se me ocurrió que más adelante podríamos trabajar juntos en una agrupación folclórica. No pensé en eso y mucho menos en todo lo bueno que vendría después”.
En 1969, Bedrán Jácome era uno de los músicos que integraban el conjunto de Alfredo Gutiérrez, y, a la vez, el percusionista de planta de la empresa Discos Fuentes, que todavía tenía sus estudios en Cartagena. Una noche amenizaron una caseta en el corregimiento de Hato Viejo y en ese festejo estaba Irene con su sexteto, compartiendo tarima con el conjunto de Gutiérrez.
“Me dio tanta nostalgia el volver a ver a esa gente que decidí irme con ellos para Gamero por unos cuantos días. Estando allá, formamos un bullerengue hasta al amanecer. Allí no sólo cantó Irene, sino también Aniale Moreno, una señora que tenía el complejo de caminar de rodillas, porque medía dos metros de estatura y temía que la gente se burlara de ella. Pero también tenía una voz hermosísima y una habilidad envidiable para la música folclórica. Esa misma noche conversé con Irene y sus compañeros para formar un grupo sólido, porque ya tenía ganas de abandonar el conjunto de Alfredo y seguir mi propio camino. Así nació Los soneros de Gamero”.
De acuerdo con Bedrán, el nombre del conjunto surgió debido a que en ese momento se escuchaban con fuerza, en toda Colombia, la salsa y la música cubana, círculo en el que se mencionaba con insistencia la palabra sonero, que para él se oía bien acompañada del nombre Gamero.
Pablo Tovar (tablitas y canto), Luis Lozano, (tambor mayor), Pablo Lozano, (tambor menor), Luis Magín Díaz, (corista y cantador), Vicente Torres (guacharaca), José García, (maracas), Luis Guillermo de los Ríos e Irene Martínez (cantadores) fueron los primeros integrantes de la agrupación en donde aún no existían los instrumentos melódicos. Sólo percusión y voces.
En 1970, al poco tiempo de conformado el grupo, Bedrán conversó con Isaac Villanueva, el director artístico de Discos Fuentes, quien les permitió grabar un disco sencillo que contenía las canciones La rama del tamarindo y La pica pica. Ambas, de la tradición folclórica del Caribe colombiano. Al año siguiente volvieron a los estudios Fuentes a grabar otro sencillo titulado José Mercé, pero cantado por Dionisio Barreto, su compositor.
“En 1972 grabamos A gurrupiá —cuenta Bedrán— compuesto y cantado por Irene Martínez. Aquí hicimos un pare, pero seguíamos tocando en Barranquilla, cuyos empresarios y locutores nos abrieron las puertas desde el principio. El pare se debió a una crisis económica que me hizo volver con el conjunto de Alfredo Gutiérrez. Así fue como Los soneros... paramos las presentaciones y las grabaciones”.

Esta es la canción…

A principios de 1979, Wady Bedrán viajó a Bogotá para efectos de una grabación con Alfredo Gutiérrez en la empresa Discos FM, en donde se encontró con el productor Enrique Muñoz, a quien le comunicó la existencia de Los soneros de Gamero, a la vez que éste le habló de un estudio de grabación que tenía montado en Cartagena. Se llamaba Fonobosa, al cual los invitó a grabar, pero sin pagarles honorarios.
“Aceptamos la propuesta, porque en ese momento lo que nos interesaba era estar vigentes en las emisoras. Grabamos nuestro primer trabajo de larga duración que se llamó Candela viva. Salió al mercado el 18 de agosto de 1979, cuando no teníamos dinero ni siquiera para vestirnos. El día en que íbamos a tomarnos la foto para la carátula del disco, presté plata y le compré un vestidito a Irene. Los demás, nos vestimos con lo poco que teníamos, con abarcas, con chancletas, zapatos tenis, en fin, pobreza absoluta”.
Cuando el disco fue publicado, la primera emisora que visitó Bedrán fue Radio Olímpica A.M., que dirigía el locutor Alfonso Cabrera Altamiranda (q.e.p.d.), quien lo rechazó de inmediato. “!Wady —dijo—, tú estás loco! Con esa viejita no vas a llegar a ninguna parte”.
“Me dolió el rechazo, pero seguí visitando emisoras y no pasaba nada. Todas archivaban el disco. A principios de 1980 me encontré con los locutores Amira Soledad Morelos y Saúl Caballero, quienes trabajaban en Radio Reloj. Ellos me dijeron que les interesaba programar el disco. Y no mintieron: a la semana siguiente ya estaba sonando El lobo. A los quince días, ya era el primer lugar en el ambiente radial de Cartagena, pero no pasaba nada a nivel de contratos. Un día me llamó Evaristo Sánchez, el dueño del almacén Discos Cartagena, y me dijo que le llevara cien discos, porque estaba perdiendo ventas, ya que todo mundo iba a preguntar por El lobo, pero él no tenía el trabajo ni sabía quiénes lo interpretaban”.
A principios de 1981, Rafael “El capitán” Visbal, empresario y propietario de la caseta La Saporrita, de Barranquilla, llamó a Bedrán para comunicarle que El lobo estaba batiendo récord de sintonía en las emisoras de esa ciudad, por lo que el público reclamaba la presencia del grupo, que ya estaba programado para alternar con los artistas más exitosos de esa época: Cuco Valoy, Pastor López, Alfredo Gutiérrez y Lisandro Meza.
“Recuerdo que esa noche íbamos entrando a La Saporrita y Lisandro Meza me dijo: ‘Oye, ¿y tú qué vienes a buscar aquí con esa viejita y ese poco de tipos mal trajeados? Te vas a poner a la burla’. El apunte me dio duro, pero traté de no pararle bolas. Teníamos un poco de miedo, porque sabíamos que no estábamos alternando con principiantes, sino con pura gente brava. Sin embargo, cuando el animador nos llamó a tarima, el primer sorprendido fui yo. Irene se transformó de tal forma que hizo que los asistentes se montaran en las mesas, gritaran, chiflaran, brincaran, aplaudieran; esa caseta parecía que se iba a caer, porque no cabía ni una aguja en la pista. Al día siguiente, “El capitán” Visbal nos dijo que nos quedáramos, que él había pensado tenernos por una noche, pero que podíamos quedarnos para todos esos días. Y Lisandro Meza se resintió, porque Visbal le dijo que si quería, que se fuera, que con Irene tenía suficiente para llenar la caseta”.

Romana Paz, ya es de día…

Al año siguiente, la agrupación recibió una llamada de Rafael Mejía, el gerente de la disquera Codiscos, ofreciéndole que hiciera parte de la empresa. El primer LP concebido en estos estudios se tituló Cógele el rabo, en donde el sonido seguía siendo percutivo.
“Para esa época ya habíamos descubierto a las hermanas Martha y Emilia Herrera. En 1983 grabamos el LP Raspacanilla, en donde están los temas Mambaco y Rosa, con los que nos ganamos el Congo de oro, de los Carnavales de Barranquilla. Pero, antes de la grabación, pasó algo trascendental: el grupo estaba necesitando cambiar de sonido, debido al nuevo público que habíamos conquistado. Entonces, me decidí a grabar con saxofones y clarinete. Otra cosa es que al llegar a Codiscos enseguida dejamos de grabar en forma directa, como lo hacíamos en Fonobosa y en Fuentes. Ahora la grabación era por pistas. Los músicos viejos no daban para asimilar los conteos, los cortes y todos esos parámetros que se usan en las grabaciones modernas. Así que no me quedó otro remedio que cambiarlos. Hubo resentimientos, discusiones y hasta demandas, pero el cambio tenía que hacerse”.
Los músicos reemplazantes fueron Roger Rodríguez (congas), Marco Álvarez (bajo), Lucho Vega y Manuel Cubas (coros); Edwin Salcedo (timbales), Nelson Herrera (saxo alto), César Quiñones (clarinete) y Walberto Franco (saxo tenor), con quienes el grupo siguió ganando congos de oro y recorriendo el país, además de que fue invitado de honor a Venezuela y Panamá, en donde también se escuchaban canciones como A pilá el arroz, Se va, se va; Sambatá, Corre morenita y soba, Mi compadre se cayó; Negro, negrito, El parrandón y El chicle, entre otros.
Los habitantes del barrio Corea recuerdan que ni en los momentos en que su música estaba en lo más alto de la cima del espectáculo Irene Martínez dejó de ser la misma, aunque enhorabuena invirtió su dinero en la remodelación de la vivienda donde nació y murió, pero también compró casas para todos sus hijos.
Las veces que visitaba a Gamero se reunía con hijos, nietos y sobrinos y, posteriormente, se ataviaba con sus atuendos de mujer doméstica y salía hacia la ciénaga Matuya cargando en la cabeza una ponchera de ropa sucia que había que lavar. No fueron pocas las veces en que al poblado llegaban buses cargados de turistas de las ciudades del Caribe colombiano y del interior del país en busca de Irene para verla de cerca y tocarla, pero la mayor sorpresa de los visitantes era encontrarla en las fachas de una ama de casa común y corriente y sin las ínfulas que les son propias a la mayoría de artistas descollantes, sobre todo si vienen de los estratos sociales más bajos. Pero nada de eso iba con ella. Su modestia, su tranquilidad, su familiaridad fueron su compañía hasta las últimas horas de su existencia.

Pegao, como el chicle

A principios de 1993 Irene Martínez decidió retirarse de Los soneros de Gamero, aquejada por una afección en la garganta, al parecer, producto de su costumbre de fumar con el fuego del cigarrillo dentro de la boca.
Al respecto, el investigador Héctor Castillo Castro cuenta que “en sus últimos días de vida, Irene fue perdiendo la voz. Un carcinoma deterioró su garganta. En ese estado fue llevada al Hospital Universitario de Cartagena, en donde el cuerpo médico le comunicó que debía hacerle un raspado en la garganta, pero la cantante se negó, pensando en que podía perder la voz. Wady Bedrán viajó en varias oportunidades a Gamero a insistirle que se dejara operar, pero la cantadora se resistía. La enfermedad postró su cuello e hizo metástasis. Su nuera, María Cruz Pérez Gutiérrez, quien la acompañó en sus dolores, le decía: ‘Señora Irene, usted no se merece esta enfermedad. ¿Por qué Dios le mandó esto, si usted es una persona buena?’. Irene le respondía: “Ay, hija, son cosas de Dios. De algo hay que morir”. Entrada la noche del 23 de agosto de 1993, su nuera le acomodó la cabeza en sus piernas, mientras se quejaba. Después salió y la dejó en un leve sueño. Cuando regresó, encontró el cuarto con la luz encendida. La halló sin signos vitales, salió corriendo y avisó a los hijos de Irene el fallecimiento.
“Su hija Ermenegilda recordó que una semana antes de morir, Irene recomendó que cuando llegara la hora final la vistieran de blanco, la ligaran y le amarraran la mandíbula. El día de su funeral un fuerte vendaval azotó al pueblo, descargando todas sus fuerzas en la calle de su residencia; algunos techos volaron y el ataúd pareció temblar. A las 3:00 de la tarde, llegada la calma, la pasearon por todo el pueblo. Los incontables picós del corregimiento programaron su música. Los Soneros de Gamero la despidieron frente a su tumba”.
Wady Bedrán, explica que Irene, después de haber gozado de una sólida economía, murió con escasos recursos monetarios, “porque tenía una cantidad de hijos a los que quiso complacer proporcionándoles todo lo que ganaba y eso terminó llevándola a la ruina. A ella se le pagaba su dinero, pero no se le podía decir que no lo gastara con su familia. Primero, porque era una señora muy adulta. Y segundo, porque de todas formas no hubiera prestado atención. Lo que pasa es que para la gente es muy fácil decir que le robamos, cuando en realidad aquí a todos los músicos se les pagaba su dinero en cuanto terminaban los conciertos. Con Irene se hacía lo mismo. Ahora sus hijos son los que están recibiendo las regalías que generan sus canciones”.
En Gamero se está a la espera de la construcción de una casa de la cultura que lleve el nombre de Irene Martínez, como también lo llevará la calle en donde se levanta su casa en el barrio Corea.

Marzo de 2012


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