Los demonios de Colón


Los demonios de Colón

Hay veces en que las verdades históricas solo sirven para estropear la belleza literaria.
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Eso parece decir Carlos Colón Calado en diversos apartes de su novela Los demonios de Claver, pieza que, a pesar de estar respaldada por varios años de investigación y trabajo de campo, no echa de lado la posibilidad de fortalecer abundantes acontecimientos con la luz de la imaginación, con la fuerza de la subjetividad, cuya verdadera fuente no es la arbitrariedad (como fácilmente podría creerse) sino la intuición, como suelen llamarle al lenguaje que usan el corazón y la sensibilidad humana.
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Colón se dedicó a indagar sobre la historia de Cartagena, por supuesto; pero, más que pensar en relatar una saga rigurosa y doctoral sobre la época colonial-esclavista, su objetivo era, por encima de todo, confeccionar una semblanza hermosamente estremecedora, pero de fácil digestión, sobre el crimen de lesa humanidad que significó el secuestro de los pueblos africanos por parte de los invasores ibéricos.
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Por lo anterior, creo que antes de preguntarnos si Los demonios de Claver tiene los rudimentos para competir con las obras de los historiadores más laureados, deberíamos disponernos a disfrutar de pasajes plenos de exquisita elaboración como los monólogos de Benkos Biohó en sus ratos de ocio sobre las playas o zonas enmontadas de Cartagena, donde adoraba a sus inolvidables orishas protectores.
Merecen más de una contemplación las imágenes de las negras siempre rebeldes, siempre sensuales y sexuales, entre la inferioridad corporal del esclavizador, convertido en amo o ama, pero siempre revestido de aquella animalidad que le daba el discutible derecho de -¡vaya paradoja!- considerar como animales de poca monta a los seres humanos que utilizaba en la obtención de su riqueza material, pero siempre desvalorizando la participación del esclavizado. Es decir, el origen del poco o nulo reconocimiento del aporte del hombre africano a la articulación del continente.
Leyendo a Colón Calado vienen a mi memoria las palabras de un Eduardo Galeano que empecé a conocer en mi adolescencia, pero también a celebrarlo cuando me reveló una realidad que siempre presentí, pero que poco expresaba abiertamente, por mi temor a estar incurriendo en un sacrilegio:
“A menudo se cree -decía Galeano- que un libro entre menos se entienda más importante es, cuando lo que en realidad podría estar ocurriendo es que el autor no sabe escribir o no es capaz de comunicarse con la gente mediante una escritura eficaz”.
Me acuerdo de Galeano y sus tres tomos de Memoria del fuego, donde intentó condensar la historia de América, pero desde lo popular, desde sus voces más profundas y más ignoradas e invisibilizadas. Y todo eso bajo una carga de subjetividad que el escritor uruguayo nunca negó. Por lo contrario, siempre resaltó que esas historias no fueron rescatadas para mostrarlas como si fueran uno más de tantos fríos registros del pasado del orbe americano, sino para embellecerlas con la magia de la poesía y con las crepitaciones de la sangre.
Algo de eso hay en Los demonios de Claver. Y creo que es eso, a final de cuentas, lo que hace que los personajes que pueblan la novela no sean solo sombras de nombres rimbombantes o efímeros, sino seres humanos de carne, sangre, huesos y excrementos. Es eso lo que permite que Pedro Claver no sea únicamente el santo que los españoles se inventaron como una cortina de humo para atenuar la realidad del sinnúmero de vejaciones que infligieron a los africanos, especialmente en Cartagena.
También se registra aquí la leyenda oscura según la cual, en las madrugadas, Pedro Claver se despojaba de su santimonia e irrumpía, látigo en mano, en medio de los jolgorios con tambores, voces y danzas que los africanos esclavizados organizaban en sus ghettos como para exorcizar tantas horas de trabajo indigno y tanto escarnio en nombre del entonces incipiente capitalismo.
Pero el santo en ciernes, como todos sus coterráneos, desconocía el fundamento de aquellas manifestaciones invocadoras de dioses y de energías purificadoras. Y, por no comprenderlas, con la misma mano que curaba heridas lanzaba el látigo y decomisaba tambores que después les vendía a los mismos humillados, con el objetivo, según él, de usar el dinero para mejores causas, aunque por esa misma causa me atrevo a afirmar que, de esa manera, Pedro Claver se constituyó en uno de los primeros detractores de la cultura popular de lo que hoy llamamos el Caribe colombiano.
Con todo, se me antoja creer que la poca tolerancia del padre Claver frente a las expresiones artísticas de los africanos no es más que uno de los rasgos que compartía con sus coterráneos ibéricos, lo cual no debe impedir que se reconozcan sus gestiones humanitarias en pro de aliviar el sufrimiento del africano esclavizado, característica esta que es profusamente resaltada por Colón Calado a lo largo de las 216 páginas de su novela.
Esos episodios también tienen el vigor poético de los monólogos de los esclavos, otra licencia que se otorgó el autor, dado que son casi inexistentes las anotaciones que indiquen cómo hablaban los africanos en el nuevo mundo, aunque no hace falta saberlo, si con el acierto de las metáforas y los salvavidas de la imaginación pueden recrearse las impresiones y deseos de los reprimidos, en cuanto a su entorno y relaciones personales.
Tampoco se hallan en la historia de Cartagena minucias sobre las andanzas furtivas de un tal Juan de Mañozca, inquisidor que, a fuerza de intimidaciones, podría decirse que se adueñó impunemente de la ciudad. Pero Colón Calado sí tiene la suficiente perspicacia para fisgonear sus fornicaciones en medio de orgías con negras, indias y blancas con quienes inventaba tórridas escenas eróticas que podrían servir como para diseñar uno de esos catálogos que venden las empresas pornográficas de la cultura audiovisual de nuestros días.
Y en esta parte rememoro nuevamente las disertaciones de Galeano cuando traía a colación aquella vieja, pero no menos real, sentencia de que “la historia la escriben los ganadores, y lo hacen desde su conveniencia”, lo que claramente explicaría la justificación de esa galería de próceres blancos, distinguidos y arropados de abolengos que pululan en los libros escolares de América del Sur.
“A los perdedores nos quedan la literatura y las demás expresiones artísticas”, añadía Galeano como para dejar en claro que de las entrañas de América, y a pesar de las nebulosas de la infamia, también han surgido voces que se niegan a callar, que usan la novela, el cuento, el poema, el cine, la pintura, la música, y todo lo que se pueda, para sacar de las sombras a mujeres y hombres, quienes, desde sus creencias negroides e indígenas también hicieron, y siguen haciendo, un aporte legítimo a la dignificación de sus propios países, aunque sean otros impostores quienes cobren los aplausos.
Carlos Colón Calado es una de esas voces que se resisten a esconder que toda la estructura turística y decimonónica de Cartagena reposa sobre un lecho de sangre indígena y africana, una deuda ineludible que necesitaría de muchos siglos para terminarse de pagar, si acaso la raza humana tiene tantas expectativas de vida.


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