Fanáticos

Fanatismos egoístas


El egoísmo ha sido visto siempre como una de las peores conductas del ser humano. Lo llegamos a ver como una absoluta incapacidad de poder conmovernos y condolernos por lo que pasa más allá de nuestra realidad más inmediata. Por eso, no nos hace mucha gracia el ser tildados como tales. Hasta el mismo psicoanálisis ha ayudado a concebir que detrás de esa actitud en la que todo es para sí mismo hay una serie de fijaciones y carencias. En muchas ocasiones tendemos a ocultar nuestros motivos egoístas porque creemos que no corresponderían a nuestra auténtica altura humana. Como el egoísmo piensa sólo en primera persona, entonces el miedo absoluto al aislamiento surge y nos hace cubrirlo para que el rechazo no nos ponga en un estado de marginación.

La vergüenza frente al hecho de que se haga sólo lo que yo quiero nos permite – así no sea la mejor forma de hacerlo – salir de esa tendencia a dar el privilegio a nuestras pretensiones de exclusivismo. Sin embargo, hay un escenario en el que el egoísmo crece hasta alcanzar una dimensión de horror: el fanatismo.

El fanatismo es una expresión exagerada de autorreferencialidad también. Lo que ocurre es que la primera persona pasa del personal al plural: ya no se trata del “yo” sino de un “nosotros”. Entonces, viéndonos como parte de un grupo, no consideramos tan perverso ni tan limitado este sentido egoísta puesto que ya no hay más un sentimiento de marginación sino de pertenencia. De todas formas, en nada amplía nuestra visión de realidad si sólo estamos con personas que coinciden totalmente con nuestras mismas expresiones.

La contienda electoral por la Presidencia ha sido especialmente marcada por estas manifestaciones de fanatismo. Es lógico que lo esté dada la polarización que vive nuestro país. Lo peligroso es que, justamente, esta actitud nos está llevando a tomar aún más distancia entre los mismos miembros de una misma comunidad y a dejar clarísimos los puntos irreconciliables. Los puntos de encuentro parecerían más bien una señal de debilidad y de concesión. La falta de ellos nos priva de la enorme posibilidad de crear diálogo y nos estanca en repetitivos monólogos: palabras frente al espejo que ni siquiera emiten un eco, sino que repiten tal cual nuestro mismo punto de vista.

Ahí es cuando la exclusión, a la que le tememos por ser demasiado egoístas, se convierte en nuestra más fatal actitud por ser demasiado fanáticos. Solamente lo mío vale. Eso convierte a lo opuesto en algo totalmente inaceptable, que no tiene la menor cabida. Es el mayor riesgo del fanatismo y el primer paso a la imposición de una única voz. La alerta contra este mal se parece a lo que planteé al comienzo de esta entrada: la vergüenza.

Dije que la vergüenza nos permite salir de nuestra tendencia al egoísmo individual. A veces nos hace falta un poco de vergüenza en nuestra toma de decisiones. Quizás un poco de vergüenza, de aceptación serena de la crítica y de considerar que puede haber otras opciones ayude a bajarle un poco el tono a nuestro soberbio discurso fanático. Un contacto de Facebook escribió en estos días una frase que me llamó mucho la atención: “si usted no es capaz de reconocer por lo menos tres defectos de su candidato favorito, entonces va por mal camino”. Hay que retomar ésta sana vergüenza y reconocer que también la propuesta que seguimos o el candidato que nos gusta no es del todo perfecto: que de hecho existen cosas en las que podemos disentir.

Frente a la agresividad y al egoísmo propongo este camino: despojémonos de las ideas de perfección alrededor de nuestras convicciones, por más nobles que ellas parezcan. Demos la oportunidad a la crítica de descubrir sus vacíos. Solo entonces tendrá sentido pedir ayuda para que salgamos de esa espiral de rechazo.


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