Memorias del Chicamóvil


I

El Chicamóvil murió en un deshuesadero de carros en el barrio Olaya Herrera. Hacía casi un año lo tenía parqueado y lo prendía para que el motor tosiera un poco. No me pregunten las razones de fondo de la eutanasia que le apliqué al Chicamóvil. Dadas las circunstancias era más práctico acabar con él de una vez por todas. Era enero del 2014.

 

En la urbanización donde vivo hay sólo ochenta parqueaderos, pero, de un momento a otro, aparecieron más de ciento cincuenta carros que cada noche se acomodan “uno encima de otro”. El Chicamóvil era uno de los más despreciados, en virtud del escaso espacio.  Fui un dueño desgraciado y un chofer infernal, lo admito. Las consecuencias absolutas las soportó el Chicamóvil en el umbral de lo milagroso, de lo mítico, del alivio angelical. “El amigo fiel” fue el rótulo que los publicistas pusieron a los Renault 4 en los setenta del siglo pasado. Y era verdad. Podías estar confiado en que, cualquiera que fuera el destino, llegabas.

 

Aquella tarde sacrificial en Olaya, cuando el Chicamóvil recibió el primer mamonazo en la cabeza, supe que siempre había estado montado en un carro-santo. Precisamente, por esos días, el Papa Francisco I recibía de regalo un venerable y sabio Renault – 4 de color blanco. Soportó el Chicamóvil lo inverosímil. Lo admito. Nada de lo que escribo aquí deben practicarlo en manera alguna. Debería existir una ley que protegiera de todo maltrato a los Chicamóviles del país.

 

Como cuando, una vez camino a la tienda, miré a la izquierda del parqueadero y advertí un largo chorro de aceite que se fugaba de la caja de cambios. Óscar, el mecánico habitual, no lo podía creer. “Yo nunca he visto que alguien rompiera la caja de un carro de estos”, me dijo. Una vez me di cuenta que era fácil recurrir al freno con la caja de cambios, en caso de alguna emergencia. La verdad es que se me volvió casi costumbre, pues, aquellos cambios eran tan rústicos y tan eficientes que su vigor daba casi para cualquier proeza mecánica. Me llenaba de confianza y de soberbia. “Se lo echo al que sea”, pensaba en mi mentalidad de guerrero choferil en el laberinto vial/infernal que tiene Cartagena.

 

Como pudimos remolcamos el carro al taller. Óscar se dispuso a conseguir una caja de cambios en un deshuesadero en Olaya y la consiguió. La instaló. Y apenas prendió el Chicamóvil, todos los cambios, de primera a cuarta, entraron en reversa. Y el cambio de reversa era el único que echaba adelante. A lo lejos vi a Óscar frente al volante del Chicamóvil y su inútil esfuerzo para comprender lo que pasaba. Ya había advertido lo que ocurría y casi me ahogo de la risa, con un buche frío de Kola Román que me apaciguaba el calor. Óscar Cero. Chicamóvil Uno.

 

Con el corazón ardido, aquel mecánico, desmontó la caja en menos de quince minutos. La arrastró a la calle, cogió un taxi y en un par de horas, consiguió otra caja. Esta sí cuadró. Óscar nunca tuvo en cuenta el modelo del Chicamóvil. El mío era un máster del 88, con placas de Medellín, y la primera caja que consiguió era de un modelo más viejo. 

 

II

 

En horas de la tarde íbamos por la calle larga. Recogí al profesor Milton Cabrera en su casa del barrio Manga y nos dirigíamos a la Universidad de Cartagena en una suave conversación sobre los acontecimientos del trabajo. De un momento a otro el pedal del acelerador dejó de funcionar, casi en la esquina de la Iglesia de la Tercera Orden. “¿Hay que empujar?” Preguntó Milton. “Nada. Hay que buscar un pedazo de cabuya, un hilo grueso, un alambre”, respondí. Pensábamos en una solución, mientras crecía la hilera de carros  tras nosotros. Las caras de los conductores expresaban más comprensión que molestia y hasta se adivinaba una que otra sonrisa asomada por las cabinas de los autos. Milton insistía en empujar, cuando, de repente, me fijé en el cable que va de la radio a los parlantes y corté un buen pedazo con unos alicates.

 

Apareció un policía en una moto  grande y nueva. Era un cachaco. “Hágale”, dijo. “Empujemos el carro hacia el centro de convenciones”, ordenó. Acto seguido, el policía puso un pie en la defensa trasera del Chicamóvil, que estaba puesto en cambio neutro. Ni Milton, ni yo tuvimos tiempo de subirnos y el policía aceleró aquella musculosa moto y comenzó a empujar el Chicamóvil. Estando afuera, Milton no soltaba la manigueta de la puerta derecha y yo, corriendo también, maniobraba el timón como podía. En una de esas miré hacia atrás y divisé en el policía una malvada sonrisa. Presentí el ridículo público de la situación. No paré bola y me concentré en parquear el carro al pié de unos bolardos. Saqué el pedazo de cable y lo amarré en la zapatilla de aceleración ubicada en el carburador. Extendí el cable, lo crucé por el ducto de la palanca de velocidades (que pasa por arriba, lo que facilita las cosas) y lo llevé directo a la cabina del carro. Nos montamos. “¿Y ahora?”, preguntó Milton. “Tu jalas el cable y yo le doy reversa”, le indiqué. “¿Y voy a estar todo este tiempo jalando el cable?”, preguntó un sorprendido Milton. “Nada más cuando esté dando reversa”, precisé. Y así fue. Era divertido jalar el cable  y lograr un efecto con la mano y no con el pié, así duró puesto una semana. Ni me habían pagado, ni tenía tiempo de ir donde Óscar a resolver el reventado resorte de aceleración. “Milton”, interpelé sin dejar de mirar la avenida Santander. “El policía se estaba burlando de nosotros, ¿verdad?” Milton asintió con una sonrisa. Sentí entonces que estuvimos atrapados en una película de Charles Chaplin. O de Cantinflas, más bien. 

 

 

 

III

 

En realidad, el Chicamóvil fue el segundo en la familia. Hubo un primer Chicamóvil que apareció en 1978, comprado de primera mano en la agencia Juanautos, en la Avenida Pedro de Heredia. Era verde pistacho y tenía un inolvidable olor a nuevo que duró muchos años. Ese primer Chicamóvil era la principal herramienta de trabajo de papá. Era una librería ambulante y circulaba por la destartalada carretera de Mamonal, hasta el corregimiento de Pasacaballo, en atención a los clientes que trabajaban en casi todas las fábricas, muelles y plantas. Mucha gente siempre creyó que mi Chicamóvil era una herencia de mi papá. Sí y no. Sí porque siempre quise tener un Renault 4, en virtud de la nostalgia, no sólo del oficio librero de mi papá, sino por toda la relevancia de época en aquellas dos décadas: los setenta y los ochenta.

 

Sonaba muy bien, por ejemplo, toda la música solle, la música americana, la balada americana por el radio pasacintas de aquel viejo Chicamóvil. No había banda FM en la ciudad, pero, había un optimismo imaginado, en especial, sobre el futuro, sobre aquel lejano año dos mil. Es por eso que, cuando compré en Medellín mi Chicamóvil, procuré trajera instalado un buen pasacintas marca Sony, de manera que en una cajeta de cartón tuve mi buena provisión de cassettes cromados de noventa minutos. El primer Chicamóvil era bien guapo, como cualquier Renault 4. “Más echa’o pa’ lante que un Renault 4”, era el dicho preferido del profesor Puente, que daba clases de química en el Colegio de La Esperanza. Lo cierto es que los incontables clientes de papá comenzaron a consolidar un vínculo imaginario donde carro, hombre y libros eran lo mismo. Y era un carro guapo porque aguantó por muchos años la pata ordinaria de papá. Siempre manejó con un pie puesto en el clutch. Y esa práctica de manejo es mortal en casi cualquier carro. Menos en los chicamóviles, por supuesto.

 

Un día aquel Chicamóvil librero llegó a casa muy machucado desde el primer centímetro hasta el último en su lado izquierdo. Guardafango delantero, guitarra, puertas delantera y trasera y guardafango trasero. ¿Qué pasó? Una mala maniobra de un Land Robert, con una defensa de mataburros bien implacable. Se reparó y ahí siguió. Una vez también un balín de esos le dio bien duro a la defensa trasera de mi Chicamóvil. Todo fue culpa de un paletero del fracasado Transcaribe. Un paletero que cubría todo lo ancho de la Pedro de Heredia a la altura del Castillo de San Felipe. Iba bien, relajado a una velocidad decente. De la manera más insospechada, el paletero irrumpe sin ninguna seña de transición. Alcancé a frenar de emergencia y como de costumbre puse el carro en neutro. Aquel estropicio lo sentí en el alma. Si bien alcancé a frenar, no fue lo mismo con aquel monstruoso balín/colectivo del barrio Daniel Lemaitre. Un indestructible Nissan del 76. El paletero se acercó y me echó toda la culpa. No dije nada. No valía la pena. Me acerqué donde el conductor del balín. Era un hombre viejo, flaco y diminuto. Parecía casi un niño en comparación con las dimensiones de aquel tanque de guerra barrial. Los mofleros y latoneros de la zona, entraron en expectativa. Le dije al viejo que nos hiciéramos a un lado. El hombre me citó en su casa el sábado por la mañana y resultó siendo hermano de un divertido y venerable fotógrafo de la Editorial de la Universidad de Cartagena. Aquel sábado de la cita, me brindaron uno de los jugos de guayaba más sabrosos que había probado en mi vida jamás. Pedí que me regalaran otro vaso. ¿El Chicamóvil? No importa, para antes del medio día ya estaba listo. Un latonero del barrio lo arregló y lo pintó.

 

El Chicamóvil, técnicamente hablando, no era herencia de mi papá, porque yo lo mandé a traer de Medellín con un amigo paisa, Carlos González Santodomingo, en el 2002.

 

IV

 

“El Vale ¿qué? ¿Te vas a tirar? Si quieres te organizo la vuelta bien elegante”. Eso me dijo aquel hombre flaco, viejo y negro apenas estacioné el Chicamóvil a un costado del edificio Banco del Estado en La Matuna. No me aguanté y le respondí con bastante risa. El hombre me miró con atención. “Ah, el Vale, yo pensé que estabas en la jugada, ¿ya?” concluyó su análisis. En su lógica, aquel hombre siguió las pistas, las evidencias del estereotipo: hombre, negro, gordo en camiseta, en un viejo Renault 4, que además se estaciona donde habitualmente lo hacen los taxis para organizar un colectivo ¿Qué más podía ser? Un taxi pirata.

 

Ya tenía más de quince minutos estacionado en la loma del Alto Bosque y no sabía por qué el policía me había detenido. El mismo policía detuvo un par de carros después de mí, pero, no me pedía los papeles. Finalmente se acercó, le entregué los papeles y se fue a la moto, junto al otro compañero. No obstante, decidí bajarme y averiguar qué ocurría. Me miró directo a los ojos, pero, titubeó un poco: “Estas haciendo una carrera pirata”, me dijo. El estereotipo, como recurso social que filtra la realidad y nos ayuda a interpretarla, se había puesto en acción. Les confieso que sentía venir la risa desde adentro y no podía responderle bien al policía e, imaginé, que a sus ojos, parecía nervioso y pillado in fraganti. ¿Qué más podía pensar? Hombre, negro, gordo en camiseta, en un Renault 4, transportando dos señoras y elementos de mudanza: colchonetas, ollas, cajas y uno que otro bulto. Menos mal que mi hermana en ese momento se bajó del carro y le explicó todo al policía que, más bien, tuvo un leve gesto de vergüenza y no tuvo más remedio que regresarme los papeles.

 

En ocasiones, cuando voy pasando por la Avenida del Lago a la altura del Mercado Público, hay gente que me tira el lance y hasta me reclaman con gestos porque no me detengo para hacerles una carrera. En efecto, hace un par de años, quedé atrapado en el consabido trancón de Bazurto en la Avenida Pedro de Heredia con dirección al centro de la ciudad. De un momento a otro desapareció el sol de las dos de la tarde y una inclemente nube comenzó a escupir gotas gordas, como peñones parte cabezas. Fue en ese preciso momento en que dos señoras se sentaron en la parte de atrás del carro. Pusieron un canasto en el asiento del copiloto y me pidieron que las llevara al mercado de Santa Rita. No tuve más salida que seguirles el juego, pues, no las iba a dejar allí en mitad del diluvio. “Mis tías”, interpelé a ambas matronas respetables y redondas. “No voy para allá en estos momentos, pero con mucho gusto las dejo en la bomba del Castillo de San Felipe, sin costo alguno”, les dije. “Gratis”, enfaticé. “Ay, Gracias Mijo”, me respondieron y de su boca aparecieron un montón de bendiciones e invocaciones a la virgen. ¿Qué más podían pensar ambas señoras, estando justo en medio de la avenida con el cielo a punto de desgajarse en agua y  divisan un hombre, negro, gordo en camiseta, en un Renault 4…? ¡La salvación! ¡Un taxi del pueblo! El estereotipo no admite equívocos, es efectivo en la configuración mental de perfiles. 

 

V

 

El remoquete de “Chicamóvil lo puso un cachaco. El profesor Óscar Durán. Trabajábamos en La Tadeo, en el anillo vial. Un medio día Óscar me pidió prestado el carro, que iba para el centro. Le di las llaves. Comenzando la tarde regresó, llegó Óscar a la oficina y me dijo: “Tengo una confusión entre las palabras chiva y picha”. Guardé silencio y quedé a la expectativa. “Es que, no sé si los buses turísticos son chivas o pichas rumberas”, continuó su planteamiento el profesor Durán. “¿Has conversado previamente con alguien este tema, Óscar?”, increpé. “Sí”, me respondió y me dijo que conoció unos muchachos negros en Marbella, que lo invitaron a jugar fútbol en una tarde de playa y llegó ese tema. Quién sabe cuál fue el abordaje tratado que no esclareció para nada las inquietudes de la vida práctica caribeña al desconcertado profesor andino.

 

Yo le expliqué la diferencia concreta de ambas palabras y sus sentidos, en virtud de nuestro contexto Caribe. “Ah, ya entiendo”, me dijo con cierto aire de alivio. “Entonces a tu carro le podemos decir la Picha Azul, o también, el Picha Móvil”, y adoptó un sentido de celebración. “No, Óscar, no”, le dije con todo énfasis. “A mi carro no le dices así, o no te lo vuelvo a prestar”, sentencié. Se ensombreció su cara y me propuso: “Entonces le decimos el Chicamóvil”. Días después, a la hora de salir del trabajo, encontré que al Chicamóvil le habían colgado un par de globos amarillos, a manera de testículos, debajo de las ruedas traseras. Jamás imaginé que semejante idea tuviera autoría en un colega docente. Debió ser algún estudiante travieso que, con semejante ocurrencia, popularizó el venerable automóvil en buena parte de la comunidad universitaria de Cartagena.  

 

VI

 

Era un carro público el Chicamóvil. Mucha gente cogió chance allí. Las profesoras de las poblaciones de la Zona Norte, por ejemplo. Cuando trabajaba en aquella zona, siempre recogía a varias y las aproximaba un poco más a su destino. Chance me pidieron muchos policías, muchachas de casetas de peaje, soldados. Un día se montó el historiador Alfonso Múnera, porque no encontraba taxi en Crespo. Otro día se montó el escritor Oscar Collazos porque no encontraba taxi en Ternera. Otro día se montó el periodista Alberto Salcedo y dijo: “Ajo, este morrocollito va pidiendo vía”. Otro día se montó Max Rodríguez y también se sorprendió de la aparente fragilidad técnica del Chicamóvil. Siempre iba gente, siempre se hablaba de todo. Parecía un salón de clases. Un día me pidieron el chance un montón de policías bachilleres y de cualquier forma se montaron diez u once. Para un festival de cine se montó el famoso actor mexicano Damián Alcázar. Para un documental que hice, se montó el periodista Rubén Darío Álvarez. Se montaron amigos del alma como La Mechis y el Santis.

 

También lo prestaba a quien lo necesitase. Un día Douglas Becerra me dijo: “Por ahí vi a un man manejando tu carro. ¿Qué, te lo robaron?”. Casi siempre distinto amigo me hacía la misma pregunta y todos ellos manejaban el Chicamóvil. Eran amigos míos, pero, ellos se desconocían entre sí. De manera que, sin saberlo, manejar el Chicamóvil se les convertía en su punto de encuentro con el destino. Yo creo que a nadie le pasó por la cabeza robar el Chicamóvil. En varias ocasiones encontré gente durmiendo dentro, pero, no más.

 

El chance más triste e inevitable fue el de mi abuela. La llevamos del barrio La Quinta a la Clínica Vargas, en Torices. Iba bien peinada. Mi hermana la había bañado, la vistió y le hizo unas trenzas que se mordían una a otra. Y la llevamos. Durante el trayecto, siempre tuvo la mirada enterrada en el suelo, viendo pasar cualquier cosa que se atravesara. Fue la única vez que se montó. No la vimos más.

 

Pero, lo que sigue a continuación, fue un chance especial. Aquel jueves por la noche la lluvia era imparable y el Chicamóvil era una lancha. Desde hacía un par de horas se desplomaba el cielo en agua y se me hacía tarde para una cita, ya era de noche. Salí corriendo de la universidad, apenas noté que escampaba. “¡Chica, dame el chance!”, escuché el grito de una mujer. Se trataba de una conocida de la infancia que imploraba rescate, junto a su pequeño hijo. “Móntate”, le dije. Ella iba a mi lado y el niño atrás. En frente divisé el charco, pero, aposté que no era profundo, en especial, porque veía los taxi – zapaticos pasar con toda tranquilidad. Un charco que se forma justo al pie del antiguo almacén LEY.

 

El agua comenzó a meterse al carro,  cosa a la que estoy acostumbrado. “Tranquila”, le dije a mi amiga, apenas ella advirtió que se mojaban sus zapatos. Pero el agua  subía rápido. Los taxi – zapatico que había visto carretear como niños sobre el agua, se habían varado. Los espontáneos de siempre, comenzaron a cobrar para empujar carros y desvararlos. “Ricardo, me estoy mojando las nalgas” Dijo mi copiloto casual. Guardé silencio. “Mami: ¿Me quito los tenis? Se me están mojando” dijo el niño. “Quédate quieto”, le advertí. Los zapaticos varados no nos dejaban avanzar y, para rematar, habíamos quedado justo detrás de una camioneta doble cabina que comenzaba a expulsar agua por el mofle.

 

“Chica, ¿y esto no se apaga?”, me interrogó en tono calamitoso, mi amiga bocachiquera. “Cálmate”, le dije en tono tranquilo. Miré hacia el parqueadero que queda detrás del Banco de Bogotá y los carros lucían enterrados bajo el agua. Miré hacia el otro lado, a espaldas del Edificio Nacional, y me percaté de que el nivel del agua estaba a punto de entrar por mi ventana. Apretó a llover y la corriente de agua arrastraba las bolsas de plástico, la basura y las ramas secas que pasaban por el frente del carro, cual barquitos de papel. Los faros del Chicamóvil comenzaron a tintinear. Al igual que el motor.

 

Pero el truco es el siguiente: mantener el motor revolucionado. No deben soltar el clutch y deben acelerar, con miras a evitar que entre el agua por el mofle. Así mismo, el carro no se apaga; eso sí, ténganlo siempre en primera marcha. Apenas la camioneta que tenía delante, me dio un resquicio, pude pasarla y me fui detrás de un carro que estaban empujando en ese momento. Mi objetivo era llegar al semáforo de la Avenida Venezuela para tocar tierra seca y, estando ahí, el agua salió del Chicamóvil. 

 

La cosa no paró ahí. No pudimos acceder a La Matuna, porque la condición era igual. Todo era un caos y los que pudimos nos fuimos en vía contraria. La Torre del Reloj era una batea, el agua de la Bahía de las Ánimas llegó hasta el Camellón de los Mártires y no se podía salir con facilidad de Bocagrande. Llamó mi mujer al celular y le comenté mi plan de irme por la avenida Santander y llegar al Bosque atravesando por San Francisco. “San Francisco se está desbaratando, ni se te ocurra”, le escuché decir. En verdad, eran pocas las opciones.

 

Me fui por Marbella para coger a Torices y nada. Agua. Crucé el puente de Crespo para llegar a Canapote y lo mismo, pero, ni modo. Me tocó aplicar la que les dije arriba: revolucionar el motor. Lo hice con el dolor de mi alma, porque, yo le echo el chicamóvil a cualquier zapatico y a cualquier cuatro puertas, pero, no es para tanto golpe. Además, habíamos pasado del agua con plástico en el centro, al agua con barro que venía de La Popa. El nivel del agua era menor, pero, la cantidad de peñones son un desafío mayor para mis aventuras choferiles en esta ciudad que se desborona. Logré salir, pero, igual: agua en el Pié de la Popa. Me fui por Manga que, después de casi dos horas, ya estaba seco.

 

“No joda mami, ¡Qué culo de vuelta pa’ llegá a la casa!”, expresó el niño en la banca de atrás. La madre batió su puño para meterle un cascúo al hijo: casi le atina. “¡Cachito! ¡Deja la plebedad!”, lo reprendió mi amiga. El niño celebró y relató la pequeña aventura acaecida, mientras se bajaban del carro. “¡Y este morrocollo no se apagó, mami! ¡Parecía una lancha!” Todo un parlanchín después del susto. Un par de días después, Ricardo Lozano, entonces director del IDEAM, lo dijo en una entrevista en el periódico El Tiempo: el cambio climático ya está aquí, no tiene reversa y no estamos haciendo gran cosa para adaptarnos. ¡Que Dios nos vea!

 

VII

 

Alberto Martínez es uno de los tipos más divertidos que he conocido en mi vida. Tiene una inteligencia prodigiosa, contenta y humilde. Es uno de esos hombres que te parece inmune a casi cualquier problema en virtud de su visión de las cosas; de la risa y la sonrisa, sobretodo. Pero un día, semejante seguridad de la existencia se desplomó en el terror más pavoroso. El Chicamóvil tuvo todo que ver con eso. Todo se originó en un condenso mal puesto. Desde hacía días el Chicamóvil se apagaba sin aviso previo. Había peatones y choferes que me hacían la misma pregunta: ¿Qué le pasa al pichirilo, si esos carros son invarables? Misterio. El condenso es un pequeño regulador de corriente entre carburador y bujías, y hay que tener cuidado en su instalación, toda vez que lleva un curioso filtro de caucho que vale doscientos pesos. Pero, si lo pones al revés, tiene consecuencias trágicas. Un Renault 4 varado en nuestro clima es una tragedia, porque se sufre, pero, se aprende.

 

Después de varias varadas, Óscar el mecánico, descubrió el problema. Recuerdo que, con platinos y condensos desgastados, me varé a la altura de Puerto Colombia. Dejé el carro ahí, en plena carretera. Cogí un bus al pueblo, le pregunté al chofer por un taller y muy amablemente me dejó en la puerta. Aquel era un taller polvoriento. Había cinco mecánicos y cuatro de ellos estaban volcados sobre distintas máquinas. Era un patio de una extraña configuración circular. El quinto mecánico estaba sentado en una mecedora de tiras plásticas rojas. Apenas llegué todos me miraron, tal como si fuera a dar un espectáculo. Y fue algo así, pues, les narré mi varada. Que me ayudaran, que quizás era un asunto de platino y condenso. Aquel mecánico de la mecedora se paró y fue a una tienda que quedaba al costado del taller y de allí le dieron un pan de sal, un pedazo de queso, una gaseosa, el platino y el condenso. Ya era casi medio día y comenzaba a hacer hambre.

 

Salimos juntos caminando por la boca amplia del taller y escuché unas risas en coro, que se burlaban sin misericordia. El mecánico y yo volteamos a nuestras espaldas: “Es que ustedes son igualitos… caminan igualito… son como hermanos”. No paraban de reírse los cuatro mecánicos. En efecto, se desvaró el Chicamóvil, pero, fue él, mi doble mecánico de Puerto Colombia quien puso al revés el condenso. La repercusión técnica fue terrible, porque secretamente y con el pasar de los días parte del sistema eléctrico fue colapsando. Crónica de sucesivas varadas fatales, anunciadas.   

 

La varada crítica, se presentó a la salida de La Tadeo en el anillo vial. Era de noche. Había un derrumbe a la altura de la entrada al pueblo de Manzanillo del Mar. De manera que había que buscar la carretera de La Cordialidad y para eso tocaba dar una vuelta larga, por la vía que lleva al Colegio Altair y pasa por el pueblo de Pontezuela. Carlos González Santodomingo salía también del establecimiento universitario. Con ímpetu desvarador, logró arrancar el Chicamóvil. “Pero, ojo Carlos: acompáñame en el camino, cualquier cosa, me ayudas a prender el carro”, le dije y Carlos aceptó. En eso, Alberto Martínez me pidió el chance. Le expliqué la circunstancia. “No importa”, me dijo.

 

Íbamos bien. A buena velocidad seguíamos las luces del carro de Carlos, que iba rápido. El Chicamóvil se varó. O, mejor, tuvo muerte momentánea, porque se apagó con todo y luces. Traté de pitarle a Carlos, pero, nada. El Chicamóvil había perdido el habla. No había forma de hacer señas con las luces. Lo primero que sobrevino fue el silencio. ¡Aterrador! Las penumbras apenas eran perceptibles por sus siluetas en contraste con los destellos a lo lejos. Las luces rojas del carro de Carlos desaparecieron por completo. Cuando volteé a mirar a Alberto, lo noté extraño. Petrificado. Después comenzó a temblar. Era un pájaro grande, flaco y enfermo. A punto de mearse, de desbaratarse. “Es que le temo a la oscuridad. Y a las culebras”, confesó.

 

Un carro se aproximaba frente a nosotros. Eran un par de luces que venían lento, bastante lento. Alberto me agarró de un brazo. “Cálmate”, le dije. Era la policía. Nos alumbraron con potentes luces, al principio en la cara. Alberto, logró respirar. “Nos varamos”, dije. “Tengan cuidado por aquí”, me respondieron y se fueron. Alberto me tomó del brazo y llegó la oscuridad. En cuestión de minutos apareció Carlos. Minutos interminables, pavorosos. La risa de Carlos calmó en algo a Alberto. Nos desvaró y nos fuimos. Admito que esa vía hasta de día es de noche. Da miedo.

 

VIII

 

No quería morir el Chicamóvil. Lo sé, por todo lo que pasó aquel día que lo llevé al deshuesadero del barrio Olaya. ¿Qué le vamos a hacer, si toda fecha se cumple? El Chicamóvil desaparece por un sacrificio. En el contexto en que vivimos, no me parece razonable tener dos carros. Lo digo porque mi mujer compró uno con aire acondicionado, vidrios oscuros y automático. Me di cuenta que no puedo dedicar tanto tiempo a cuidar dos carros. Porque, como ustedes saben, las mujeres nada más meten la llave, prenden y se van. Ellas no tienen nada que ver con mantenimiento, ni revisiones, ni nada. Pude ser un mal chofer. Pero aprendí. Todo ese conocimiento técnico – choferil, se lo dedico al carro actual.

 

Además parquear en el centro se convirtió en la peor pesadilla. Conozco compañeros que llegan en su carro al centro, no encuentran parqueo, se devuelven a su casa y regresan en taxi. Otra cosa son los trancones. Elemento fundamental es el aire acondicionado. Soportar los trancones en el Chicamóvil era cada vez más difícil, pues, no es recomendable instalar aire acondicionado en ese tipo de carros.

 

En todo caso, en Cartagena no es que no haya infraestructura de circulación. Más bien hay una anti – infraestructura. Vivimos en una contra ciudad. Está contra todo el mundo, contra los mismos ricos. Ahora qué se deja para los pobres. En todo caso, acomódose usted como pueda. Yo decidí ser un peatón. Eso quiere decir que regresé al transporte público. Monto en buseta en la hora valle y camino cuando baja el sol. Me encantaría andar en bicicleta, pero, a mi juicio, es exponerme más de lo que estoy andando a pie. Es increíble, pero, en algunas ocasiones, llego más rápido a pie que en cualquier vehículo que no sea moto o bicicleta. Así de graves son los trancones en cierto momento y circunstancia.

 

¿De los atracos? Da miedo, pero, también se aprende a no dar papaya. El Chicamóvil era muy guapo. No comía de nadie, en especial, de todo aquel auto o moto que intentaba cerrarlo. Para cerrarle la vía al Chicamóvil había que pensar bien cuánto te iba a costar el riesgo de chocarte con una lata dura y curtida como la del sorprendente Renault 4. Todos quedaron sorprendidos una vez en una finca en Arjona. Un camino de terracería, cruzado por el barro le puso obstáculo a varios camperos. En ese momento recordé haber visto un video en youtube de cómo maniobrar el volante de un  Renault 4, para cruzar un barrizal de esos. Y eso hice. Pasó el carrito guapo.

 

Aquella tarde soleada de sábado en la que el personaje de esta historia moriría, llamé al Toto y se trajo a un primo. Llamé a mi amigo Carlos, el mismo que me había traído el Chicamóvil de Medellín, doce años atrás. Se había evaporado la gasolina, de tanto tiempo de estar parqueado. Un año parqueado. El motor tosió un poco. Lo empujamos, hasta que prendió. La palanca de velocidades estaba desprendida. La amarramos con un trapo y un alambre. El Toto y su primo se pusieron en marcha. Carlos y yo los seguimos en otro carro. Manejaba Carlos.

 

La primera caída del Chicamóvil fue por el restaurante Asia. Colapsó parte de la palanca de velocidades. La amarramos de nuevo. La segunda caída fue en el semáforo de la Avenida Pedro de Heredia, con esquina de la calle del Prado. Ya me iba a bajar a empujar, cuando un policía de tránsito paró el tráfico y tomó la decisión de ayudar a empujar, lo cruzamos hasta la funeraria de Los Olivos y allí volvió y prendió, para seguir derecho hasta el deshuesadero.

 

“Yo no quiero ver eso”, me dijo Carlos. El lunes siguiente, me dieron cien mil pesos por los restos del Chicamóvil.

 


TAMBIEN TE PUEDE GUSTAR