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Coadjutores

CARLOS VILLALBA BUSTILLO

07 de agosto de 2011 12:00 AM

Álvaro Gómez Hurtado, Víctor Renán Barco y Jaime Castro se rajaron la boca diciendo que los gobernadores y alcaldes elegidos serían más independientes que los nombrados que ya pasaron a la historia. Sí, pero independientes los gobernadores en relación con el Presidente y los alcaldes respecto de los gobernadores, no de los contratistas que financian las campañas ni de los jefes políticos considerados “amos” de los ungidos para obedecer.
Tanto a los contratistas como al “amo” los ingenios callejeros les han puesto un remoquete: “Los coadjutores”. De acuerdo con el Diccionario de la Academia, coadjutor “es la persona que ayuda a otra en ciertas cosas”. Y trae otra acepción: “Hombre que, en virtud de bulas pontificias, tenía la futura sucesión de alguna prebenda eclesiástica y la servía por el propietario”.
Empero, sin perjuicio de la lógica aplicada por nuestros ingenios, la sinonimia no es estricta. Si nos atenemos a la primera acepción, la “persona que ayuda a otra en ciertas cosas” de los negocios públicos se ayuda más a sí misma que ella al “ayudado”. Si es el contratista, por la necesidad de recuperar la inversión y obtener ganancias cuantiosas. Si es el “amo”, por la urgencia de vivir como un faraón y sostener su microempresa electoral. Y el “ayudado”, ¿será que se expone solito, sin pecado concebido, estoico y leal, a que lo metan preso por cuenta de otros?
Si nos atenemos a la segunda acepción, en las gobernaciones y las alcaldías el coadjutor o coadministrador no tiene la “futura sucesión”, sino la “presente posesión” del menú que surge del Sistema General de Participaciones, hasta el punto de que permanece más tiempo de cada día en el despacho del “ayudado” que éste mismo. De manera que no hay decreto, resolución, contrato, oficio u orden de pago que no pase por su cedazo.
El “amo” entra a la oficina del “ayudado” a las 7:15 AM, antes que él, a revisar los originales de los actos administrativos que lleva y trae, en persona, a los escritorios de los secretarios para decirles, uno a uno: “Firme aquí, que ya su jefe firmó”. Si el nombre del “amo” es Juan (Juan y Pedro son los nombres más socorridos para los ejemplos y los chistes), al finalizar la jornada el personal de planta comenta en el corrillo vespertino: “¡Cómo ayuda Juancho a su pupilo!”.
Y ad honorem, susurra alguien que se admira ante el patriotismo, el rigor, el decoro y la probidad de Juancho.
Su pupilo, en consecuencia, como Vivekananda sobre su maestro, exclama, entre arrepentido y frustrado: “Se contenta con vivir esta gran vida…; y me deja a mí el cuidado de buscarle explicación”.
Cómo no evocar a Juan Sin Miedo, Duque de Borgoña, cuyos arrestos estimularon a tantos tocayos suyos, anteriores, coetáneos y posteriores a su época. O a San Juan Nepomuceno, que prefirió morir a revelarle al emperador Wenceslao los pecados de su inquieta esposa. O a Juan de Portugal, fundador de la dinastía de Avis, vencedor de los invasores castellanos y conquistador de Ceuta. O a Juan Sin Tierra, que expidió la Carta Magna para limitar los poderes del rey en favor de la nobleza.
¡Ah! pero hay otro, Juan Sin Ley, que por no ser duque, ni santo, ni rey, brilla como un patriarca del linaje de sus propias artes.

*Columnista

carvibus@yahoo.es
 

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