Nadie sabe a ciencia cierta cuándo empezó la tradición pero muchos coinciden en que han pasado más de cinco generaciones desde que los penitentes de Santo Tomás pagan sus ‘mandas’ desde el ‘Caño de las Palomas’ hasta la Calle del Calvario.
“Yo llevo siete años pagando una ‘manda’ por el milagro que hizo el Señor con mi madre, a quien daban por muerta y le rogué que si me la sanaba yo me flagelaba durante nueve años. Me la curó y ella está sana y en buen estado de salud. Por eso yo esto lo he venido haciendo y lo seguiré haciendo hasta pagar la promesa”, dice Rafael Torres mientras se prepara para salir séptima vez ha hacer su peregrinación.
Así como el señor Torres existen personas, no sólo de Santo Tomás, Atlántico, sino de otros que llegan de otros lugares de Colombia a cumplir con al promesa que hicieron. Juana Roa León hace catorce años prometió al Señor de los Milagros que si su hija, de pocos meses de nacida, se curaba de la diabetes prematura que le habían diagnosticado los médicos, ella durante dos años se flagelaba.
“Yo me venía haciendo la pendeja, pero cuando se acercaba la Semana Santa siempre soñaba que a mí hija la estaba operando o haciéndole algo por el estilo. Hace dos años soñé que Martha estaba entubada y la operaban varios médicos. Fue cuando entonces me decidí flagelarme y cumplirle al Señor”, nos contó Juana Roa.
El día jueves Juana se acostó temprano y este viernes sin probar bocado se fue hasta las cercanías del ‘Caño de las Palomas’. Se puso una especie de túnica blanca con varias cruces negras dibujadas y un gorro que le cubre el rosto. Le regaron alcohol medicinal en la parte que queda entre los glúteos y la zona lumbar. Le indican cómo debe tomar la ‘Disciplina’. Que es una especie de látigo con siete ramificaciones de las que pende un nudo hecho con cera de canato o abeja.
Se pega el primer mapolazo en la espalda y avanza unos cinco pasos mientras se azota otro lugar de la parte trasera del torso. Retrocede dos pasos y así avanza hasta pasar por siete estaciones que va encontrando en la denominada Calle de la Amargura. Así llamada por la cantidad de flagelantes que han pasado por allí desde que los nativos de Santo Tomás tienen memoria.
Detrás de Juana van varios familiares acompañándola, menos su hija Martha, que no quiere ver el sufrimiento por el que tiene que pasar su madre durante más de dos horas dándose ‘fuetazos’ en sus caderas. Entre los acompañantes van dos ‘veteranos’ flagelantes que ya pagaron sus promesas y ‘ayudan’ a los principiantes cómo Juana a amainar el dolor.
Los dos le indican cómo pegarse para que la ‘Disciplina’ haga el trabajo de hincharle la zona que más tarde uno de ellos abrirá con una cuchilla nueva para que la sangre no se le acumule ni le pueda causar alguna infección.
A Juana Roa se le nota que está cansada y ya el fuete no le pega tan duro y la hinchazón no aparece. Deciden cambiarle la ‘Disciplina’ por otra y está sí causa el efecto que todos esperaban y aparece la hinchazón de la piel.
Pasaron cuatro estaciones sin que ello ocurriera y en la quinta se nota lo abultado de la piel. Entonces aparece Miguel (no dio el apellido), abre la envoltura donde está la cuchilla, la saca, la empapa en alcohol y se coloca detrás de Juana, le soba el lugar donde le abrirá tres heridas. A medida que toca la carne brotan hilos de sangre. Para y se va a la otra parte, encima de la nalga izquierda. Hace tres heridas más. Pero como son siete decide regresar a donde estaba primero y hace una cuarta para que las siete hendiduras en la piel queden completas y allí se cumpla parte del ‘ritual’.
Juana camina y llega a las dos últimas estaciones, pero su ‘paseo’ no termina allí; por el contrario avanza azotándose la espalda unos cien metros más donde está la casa de unos familiares y donde nosotros esperábamos encontrar a Martha, su hija. Pero tampoco está. “No quiso ver sufrir a su madre por ella”, dice una de las tías que está en con una gasa y una bolsita que contiene un polvo que han hecho con romero y quina.
Juan se inclina sobre la rodilla y sobre las heridas le echan el polvo de roquero y quina se la envuelven con la gasa para que las heridas sanen lo más pronto posible. “Valió la pena. Por los hijos uno soporta todo esto”, me dice Juana mientras se reposaba.
Así como Juana Roa León son muchas las personas que año tras año hacen esto en Santo Tomás, Atlántico. Y cada vez aparecen más. El año anterior fueron 43 este año fueron cinco más los acudieron y faltó ‘El paisa’ que en esta ocasión no vino pero anunció que lo hará el año entrante.
La Iglesia Católica y la protestante no están de acuerdo con esas prácticas, quizás porque están perdiendo feligreses. Porque pudimos ver que la procesión que se hizo por el pueblo con Jesús de Nazareno no estuvo tan concurrida cómo sí lo estuvo la Calle de la Amargura, donde a lado y lado se colocaron sillas para ver pasar a los penitentes.
Colombia
Los penitentes de Santo Tomás, tradición centenaria
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