Regional


Corralejas, un mundo donde confluye la alegría y el miedo

ANÍBAL THERÁN TOM

21 de marzo de 2010 12:01 AM

Todos: banderilleros, manteros, sombrilleros, rejoneadores y voladores de toro se inclinan ante el rey de la tarde, Laureano Severiche, para recibir su bendición. Severiche, un ganadero de Sahagún, Córdoba, propietario de los toros que se jugaron el primer día de corralejas en Arjona, entregaba a los toreros y banderilleros un billete de mediana denominación como aliciente para enfrentarse a las fieras. La corraleja, según Olagi Cafrioni, considerado el “corralejero de palco” número uno de la Costa, es un mundo aparte, una fiesta, donde se confunde la alegría, el miedo y la sangre. Algunos, advierte, Cafrioni, disfrutan de la música de viento, otros exhiben a mujeres hermosas, mientras observan un poco la corrida y hay de los que bailan, brincan, gritan y beben ron. “Pero definitivamente, es una fiesta, aunque a algunas personas no les guste”. I Viernes 19 de marzo de 2010. 3.00 pm. La plaza de Arjona luce llena. A los palcos no les cabe un alma y todo por-que la entrada es económica ($5.000). Los vendedores de fritos, papitas, crispetas y bebidas tratan de proponer sus pro-ductos al público, y ver la corrida a la vez, pues los gritos de asombro de los asistentes los mantienen alerta. La banda “Los Provincianos de Turbaco”, interpreta su mejor pieza: “Fiesta en Turbaco”. La algarabía cesa para escuchar la her-mosa melodía. Un grupo de mujeres mueve sus hombros al compás de la banda. “El Kike”, un toro negro, de cachos encontrados, de buen porte, que ha sido toreado en siete plazas, es el primero en salir. Corre y de inmediato le tira a dos jóvenes aventureros por el ron, que segundos antes se habían empinado media botella de aguardiente en dos tragos. Una mujer morena, robusta, de labios gruesos pintados de un rojo tenue, de cara bonita, mira la corrida, mientras atiende a un niño como de unos tres años, necio para más señas. La fémina grita en el momento en que el toro embiste a un aficionado por la espalda: “Hay mi madre, lo mató”, dijo asombrada y con las ma-nos sobre su boca. Al instante, el hombre se levanta de la arena, dando saltos y con las manos arriba, indicándole al pú-blico que no le paso nada. “Ese es Nicolasito, el de Nancy, y está borracho. Pobrecito, después que la mujer le dio cacho la vida le importa un pito”, dijo la mujer, al tiempo que le asestaba un cocotazo a su hijo en su cabeza grande y todo porque el pelaito badu-laque estaba molestando a los músicos de la banda “Los Provincianos de Turbaco”. El primero en enfrentar al toro negro fue Víctor Castilla, un ex torero nativo de Mahates (Bolívar) que ahora se le ha dado por colocar banderillas. Acostado, sin camisa, en el suelo de la plaza, llamó al toro y cuando el animal lo embistió, Víctor le colocó un par de banderillas, llevándose un golpe fuerte en el pecho. Al rato subió el palco a pedir dinero por su hazaña. Minutos después, salió un toro barcino, de cachos puntiagudos, que correteó al caballo que montaba, Luis Carlos Agamez, más conocido como “El Cacao”, rejoneador de San Antonio de Palmito (Sucre), después que le colocó un par de banderillas. Los asistentes a la corrida se levantaron y aplaudieron el logro del hombre a caballo. Ese mismo toro hi-rió, casi enseguida, a un espontáneo en la ingle, mientras fanfarroneaba con unos amigos y hacia alarde de su temple. Vidas paralelas Los toreros veteranos que actuaron en la primera tarde de toros en Arjona no se lucieron. Le huían a los toros rejuga-dos, de esos que le tiran a la muleta y a la gente, que presentó Laureano Severiche. Mejor dicho, todos corrían, hasta que apareció un muchacho delgado, con una muleta, y se le metió por el costado izquierdo a un toro bayo, de buen tamaño, que amenazaba con cornear al primero que osara acercársele. El jovencito armó su muleta, mientras corría y gritaba frases ininteligibles con voz de hombre. El toro se le plantó y entonces, como si conociera los secretos de los diestros españoles, se acercó tanto que la fiera le tiró. Le sacó el primer muletazo, luego otro y siguió toreando concentrado, mientras los arjoneros gritaban: “Ole, ole”. Por último, el torero se arrodilló y volvió a torear al animal, que se quedó inmóvil por unos segundos, como dando muestra de respeto. Fueron más de 20 mantazos los que le dieron a Damián Pérez Lugo, un sincelejano de 21 años, el titulo de triunfador de la tar-de. Luego de su proeza, subió al palco, dándose golpes de pecho, hasta donde estaba el ganadero de la tarde, quien le entregó varios billetes de mediana denominación. A medida que pasaba por entre la gente, recibía aplausos y vitoreos, al igual que tragos de diferentes clases de licor que se apuraba, mientras le regalaban billetes, el más común era de $1.000. Damián nunca pensó que algún día tendría éxito como torero de corralejas, pues su mamá, Alba Lugo, le gritaba en su cara que le hacia falta temple y carácter para enfrentarse a los toros. Ella no quería verlo metido en ese mundo donde la sordidez prevalece por encima de todo. Pero a Damián, los toros le gustaban más que el estudio. Por eso nada más pudo llegar a 10 grado de secundaria. Ha-ce cinco años, escuchó decir que había toros en San Pedro (Sucre) y hasta allá se fue solo. Se metió en la corraleja porque, según sus palabras, sentía que algo lo empujaba. Sin darse cuenta comenzó a enga-ñar a los toros con una sombrilla. Demoró dos años como sombrillero, y después se lanzó con la muleta. Su madre lo vio torear en las corralejas de Sincelejo hace dos años y pidió ayuda a la Policía para sacarlo, pero no pudo ya era mayor de edad. Ese día, un toro casi lo mata, pues el cacho le rozó el pecho, pero logró agarrarse a las astas del animal y, después de una lucha de varios segundos, salió disparado por los aires, en medio de la expectativa del público. Se levantó cojeando, alzó los brazos, después de recorrer las costillas y el pecho para asegurarse que no le había pasado nada. Ese día, recuer-da, recogió $500 mil en el palco, pero cuando llegó a su casa, su mamá le pegó dos cachetadas y luego se aferró a su pe-cho llorando, impotente, porque sabía que su hijo seguiría toreando. Damián dice que su oficio es peligroso. Por eso antes de meterse a una corraleja, se encomienda al creador y a las almas de sus dos hijos Mateo y San Pablo, de tres años y siete meses. “Esto lo hago por ellos. Este es mi oficio”. La conversación termina cuando un tipo le ofrece un trago de ron y Damián baja del palco a hacer lo que más le gusta, to-rear. *** Al rato, un toro rojizo sale al ruedo intimidando a todo el mundo con su bravura. De la nada le aparece otro joven, con un sombrero vueltiao en su cabeza, y le coloca un par de banderillas que motivan la ovación general. Juan Carlos Solano, nació en Montería (Córdoba) y dejó tirada la ingeniería de sistemas por los toros. “Me gusta el riesgo, estar entre la vida y la muerte, entre la espada y la pared. Cuando entro a una corraleja, me siento vivo. Esto lo hago porque me gusta”, dice el muchacho, después de recibir el estímulo del ganadero Severiche por colocar bien las banderillas. Otro que llamó la atención del publico en la primera tarde de toros de Arjona fue el banderillero sucreño, Alfredo de la Ossa, quien demostró su casta y arrojo en el oficio, lo que le ha dado fama en los pueblos de Bolívar y la Costa. Malingüi, solo un susto “Lo mató. Mirálo, esta muerto. No se mueve y está botando sangre por la boca”, dijo un hombre afeminado que no se perdió detalle de la primera corrida de toros en Arjona, claro está dando gritos y alaridos, mientras lloraba desconsola-damente. Lo cierto es que un toro grande, que según Laureano Severiche, cada vez que sale hace daño, arrastró a un jo-venzuelo que dominado por el licor se metió en el redondel. El animal lo enganchó dos veces y lo mandó a volar por unos segundos. El joven cayó en el suelo y se quedó inmó-vil. Todo el mundo pensó que había terminado su vida de forma trágica porque cuando lo levantaron, dejó caer sus bra-zos. Todo el mundo, como el hombre de gestos finos, consideraba que se había muerto. Quince minutos después, pudimos enterarnos que Malingüi Suárez Carrasquilla, un muchacho de 19 años, que tra-baja en Cartagena, estaba vivito y coleando. En la ambulancia donde lo atendieron y le vendaron el antebrazo izquierdo, lloraba y pedía perdón a Dios. “Diosito, perdóname, Malingüi no se vuelve a meter en una corraleja”. A esa hora, pasadas las 6 de la tarde, cuando el sol se ocultaba, los arjoneros y visitantes bajaron de los palcos y se perdieron entre el bullicio de los picós que vomitaban la canción de moda: “El celular”. Malingüi siguió caminando, arrepentido, ebrio, sin camisa y sin zapatos, pues se le perdieron cuando lo traían a la ambulancia.

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