Regional


Julio Zárate, el último vaquero de Turbaco

ANÍBAL THERÁN TOM

03 de enero de 2010 12:01 AM

Sus manos ásperas y grandes indican que Julio Zárate nunca ha sido oficinista. La voz tosca y grave que acompaña su vocabulario castizo, lo confirma. Julio Zárate, uno de los hombres más respetados de Turbaco, habla como piensa. No se refina, ni siquiera lo intenta. Tiene la estampa de un campesino retirado de sus oficios porque siempre lleva al cinto su machete y su sombrero vueltiao, aún en la sombra del palo de mamón que tiene en el patio grande de su casa en el barrio Paraíso. A este hombre de casi 90 años, icono de las fiestas en corraleja de Turbaco, le ha to-cado lidiar con cientos de toros bravos, que enfrentó sin miedo, pero su batalla más dura la ha librado contra el destino que lo ha dejado sin dos hijos y un nieto querido. No sabe leer ni escribir, pero conoce los secretos de la vaquería como ningún otro tur-baquero, tanto, que sólo con su voz dominó en muchas oportunidades a animales fieros, lo que llevó a la gente a pensar que tenía pacto con el Diablo. Pero él asegura que todas fueron habladurías. Sus inicios Julio Rafael Zárate Campo nació el 9 de enero de 1919 en Turbaco en un hogar hu-milde, lleno de amor. Desde pequeño acompañó a su padre, Urbano Zárate Ortiz, al cam-po donde aprendió no solo a sembrar yuca, plátano, ñame y otros productos, sino a tra-bajar con los cambios de la luna y a domar animales, pero no con la fuerza, sino con cari-ño. Julio Zárate cuenta sus anécdotas, con pelos y señales, con lenguaje cinematográfico. No en vano sus bisnietos se acomodan a su lado a escuchar sus historias. Aunque parecen salidas de un mundo de fantasía, son reales. Un día de junio de 1939, cuando aún no existía la Troncal de Occidente, don Eduardo Arrázola Madrid, un famoso ganadero de la zona, le encargó llevar de cabresto de Turba-co a Sincelejo, a su finca Las Hambrunas, un caballo castaño, hijo de la yegua “Gitana”, que había traído de España el señor Óscar Gómez. Recuerda que el viaje demoró cinco días. Llegó con los pies destrozados, pues su viaje lo hizo en abarcas tres puntá. Lo que le pagaron no le alcanzó para venirse en una jaula (así les llamaban a los camiones que transportaban ganado) en Sincelejo y por eso optó por devolverse a pie, pero por el lado de San Onofre, pasando por Tolú Viejo, Macaján y Pita Abajo. Julio Zárate cuenta que demoró otros dos días caminando y cuando logró llegar a Co-rrea, un corregimiento de Arjona sobre el Canal del Dique, se encontró a unos arjoneros que viajaban de a pie como él y se unió al grupo. Lo peor, advierte, fue que se tropezaron con una tigra mariposa (Jaguar) parida en la orilla del Dique, y por poco es devorado por el animal. Debió dejar pasar a los 4 arjoneros, mientras la tigra roncaba con rabia y daba vueltas alrededor de sus dos crías. Julio Zarate dijo unas palabras que lograron mante-nerla quieta por un rato, pero el grito de uno de los arjoneros la incomodó y entonces el animal fiero corrió hacia él, por lo que debió tirarse al Canal para salvarse. Pero la tigra también se metió al agua y si no es porque sus hijos la llamaron con un maullido similar al de un gato, quizá lo hubiera devorado. 18 horas después llegó a Turbaco y durmió casi 24 horas. Sus padres pensaron que había muerto. Su cuerpo, según sus palabras, estaba acalambrado y solo una botella de ron logró devolverle la movilidad. Después de su primer trabajo y su encuentro cercano con la muerte, lo contrataron pa-ra domar una yegua cimarrona, lo que logró en cuestión de tres días, para asombro de muchas personas. Entonces supo que su vida estaría ligada al peligro y a los animales. Su fama comenzó a extenderse más allá de Turbaco. Por eso lo contrataban de Arjona y de San Juan para amansar mulas y potros de paso fino. Las corralejas Julio Zárate fue jefe de la cuadrilla de amarradores de las corralejas de Turbaco du-rante unos 50 años. En ese tiempo tuvo 14 hijos, con dos mujeres, además de escarceos amorosos con otras 38. Cuenta que no desechaba mujer. Por eso tuvo malucas, gordas, flacas, bembo-nas y hasta dos cojas. Y es que a las mujeres, dice, les gustan los hombres arriesgados. “Creo que por bonito ninguna me hubiera parado bolas”. Aunque fueron muchas las anécdotas, Julio Zárate recuerda la vez que un toro bayo y de unos 600 kilos de pesos salió al ruedo en la corraleja de Turbaco, por allá en 1969, marcado con el hierro de Dionisio Vélez Torres. Desde que salió del toril corrió hasta donde estaban varios manteros criollos. Uno de ellos le sacó dos capotazos, mientras otro tipo delgado y maluco, con varias cicatrices en el cuello y el rostro, comenzó a gritarle para llamar su atención y logró ponerle dos banderillas, lo que enfureció más al animal. Segundos después, corneó a un espontaneo por la ingle y casi enseguida, puyó a otro tipo en la barriga, a quien levantó y volvió a tirar al suelo. Allí lo empujó contra la arena por varios segundos, hasta que lo soltó. Dice Julio Zárate que para evitar que ese toro siguiera su racha asesina lo enlazó para llevarlo al toril, pero cuando comenzó, junto a sus hombres, a halar el cáñamo, la bestia se le vino encima y lo pisó en lo que él llama la cabecera del pulmón. El animal buscó su cuerpo para ensartarlo con sus cuernos largos y puntiagudos, pero no pudo lograrlo por-que Julio lo agarró por las astas con fuerza y se zafó de esa fiera, aprovechando que le habían puesto una garrocha que lo distrajo. El dolor que sintió fue tan grande que se orinó y de una vez lo llevaron donde el doctor Ramos, quien le recetó unas pastillas y una po-mada. Las pastillas no las tomó porque al rato, cuando volvía a las corralejas, un tío suyo que estaba bebiendo ron en una cantina lo llamó y le preguntó si aún seguía el dolor, a lo que contestó afirmativamente. Entonces, su pariente le obligó a tomarse media botella de “ron tornillo” de un solo trago y le pidió que levantara los brazos. Sin que se diera cuenta lo haló de la mano izquierda y, según le dijo después, porque demoró como 10 minutos dando alaridos en el suelo, tenía dos costillas encaramadas. Con ese procedimiento desa-pareció el dolor y al día siguiente volvió a las corralejas. Un año después, en 1970, Guillermo “El Pollo” Elles, uno de los caballistas más gran-des de Turbaco, donó una tarde de toros cuando las fiestas las hacían los más acomoda-dos. Después de las corralejas, por la noche, nadie sabe quién le abrió la puerta a los 13 toros bravos y los animales comenzaron a hacer daño. Uno se llevó una mesa de fritos por delante y hubo varios quemados con el aceite caliente; otro se metió en una caseta, desbarató un pick up y corneó a una mujer cuarentona de buenas carnes que había salido a bailar sin permiso del marido. Los demás animales causaban pánico en las calles de Turbaco. Fue entonces cuando fueron a buscar a Julio Zárate. Hasta los policías corrían. Julio llegó con un cáñamo, una garrocha y su machete. La única condición que puso al “Pollo Elles” fue que lo dejaran solo y que nadie, ni siquiera los agentes del orden ni los solda-dos, podía meterse. El hombre comenzó su tarea, pero uno de los toros, el más negro, de cachos encontra-dos y filosos, le tiró varias veces. Pero Julio comenzó a decir palabras raras, pausada-mente. Hablaba y miraba hacia el cielo, levantaba las manos y se las ponía en el pecho. Los espectadores ebrios gritaban: “Lo va a matar”. Pero el vaquero seguía en su tarea y después de correr por media hora por los alrededores de la plaza de Turbaco, logró que los toros se agruparan y con su voz comenzó a guiarlos hasta el corral donde pasarían el resto de la noche. Un aplauso atronador recibió a Julio cuando encerró los toros en el patio de la casa del “Pollo Elles” y la gente siguió la fiesta, excepto la mujer cuarentona, que pasó la no-che en el hospital a causa de su cornada en la nalga derecha. Al día siguiente, muchos aseguraron que Julio Zárate tenía pacto con el Diablo, pues no entendían cómo una sola persona, con su voz, logró encerrar a 13 toros bravos. El dolor Zárate Campo cuenta que hace unos 12 años se retiró de las corralejas para disfrutar a sus hijos y nietos, e intentar vivir sus últimos años con tranquilidad. Dejó su legado a su hijo Álvaro Zárate Castillo, quien ahora amarra a los toros en las corralejas y amansa bestias. Pero el destino le jugó una mala pasada cuando por allá en el año 2000, unos pistole-ros asesinaron a su nieto, Cristian Zárate Ortiz, sin palabras ni explicaciones. Dos años después, su hijo Aristides Zárate Cantillo también fue asesinado a bala mientras dormía. En ninguno de los dos casos se pudo hacer algo. Desde entonces, Julio Zárate vive inmerso en sus recuerdos y prefiere pensar que su hijo y su nieto salieron de viaje a buscar un ganado cimarrón por las ciénagas de Mahates y no han vuelto. Zárate se queda pensativo y dice: “Esto es lo más doloroso, porque nadie le ha ganado a la muerte”.

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