Al cabo de unos minutos sale con una carpeta en las manos, y con su espalda encorvada y sus largos brazos de beisbolista atraviesa a grandes zancadas un amplio tramo de árboles frondosos y se sienta en una rústica banca de madera donde unos hombres de rasgos nórdicos lo esperan y saludan efusivamente.
Dentro de la tienda beduina un niño de brazos flota en una hamaca con los ojos bien abiertos, observa, escruta a Misael y a sus acompañantes como si los hubiese visto por primera vez.
Misael se acomoda sus lentes bifocales, lee algo que tiene en las manos, anota algunas cosas, susurra palabras ininteligibles, sus interlocutores lo siguen con la mirada y escuchan atentamente.
Está anocheciendo. Misael se para, toma un aire y pontifica. Sus palabras salen de sus labios como una sentencia:
“Los campesinos de Buenos Aíres, sur de Bolívar, entramos a la hacienda Las Pavas y si Dios quiere en el año 1997. Eran terrenos baldíos muchos años atrás. Mi abuelo Elíseo las fue civilizando poco a poco, luego las dividió en pequeñas parcelas. Eso sucedió por allá en los años 50”.
Las mujeres ya han recogido la loza y en una procesión silenciosa desaparecen en los cambuches, el niño de la hamaca ya se ha incorporado, lloriquea y tira de la falda de una de ellas. Misael lo mira por encima del hombro con aire dulzón. Los hombres de rasgos europeos se han acomodado en unas sillas y atentos siguen escuchando al octogenario: “En el año 2003 entraron las autodefensas del Bloque Central Bolívar al corregimiento de Buenos Aires”.
Señala unas escasas casas de Palma. Ese día incendiaron ranchos, arrasaron cultivos y dieron la orden a la población de desocupar el pueblo.
Hay un silencio. El niño sigue sollozando, agarrado de la falda de su progenitora que con voz afectuosa le cede una pelota. Un joven silencioso que antes estaba alejado de Misael, se corre un poco y ahora se sienta junto al abuelo y lo escucha hipnotizado. La noche ha caído por completo, las primeras luces del caserío se iluminan, el olor de hierba recién mojada por el rocío de la noche embriaga. Solo se escucha la voz de Misael que prosigue su relato.
Una mujer de sonrisa tímida y su rostro tostado por el sol hace su entrada con una pequeña bandeja que porta un termo con café humeante.
“En el año 2007, luego de la desmovilización de los paracos –anota Misael– hicimos un trámite ante la UNAT o lo que hoy se llama Incoder. Ahí en esa palabra ‘Incoder’ el viejo hace una pausa como haciéndole digestión, queda un rato pensativo y se despacha contra esa entidad del Estado.
“Ellos, los del Incoder – prosigue– enviaron desde Cartagena a unos funcionarios a hacer una inspección ocular de los terrenos para iniciar el debido proceso de extinción de dominio, y aquí tengo ese documento”. Lo blande en medio de la oscuridad, mientras mueve su rostro curtido por el aire y el sol en señal de indignación.
“Aquí lo tengo”, repite con vehemencia mientras señala unas hojas de papel que deslumbraban ante la luz de la luna. Uno de los europeos, un hombre espigado de mejillas rosáceas, toma el documento en sus manos, lo observa atentamente excitado de curiosidad, llena un pocillo de tinto sin dejar de mirar al abuelo. Misael hace un ademán e invita a los demás a resguardarse. Al cabo de una hora todos descansan en sus cambuches.
Una silueta femenina avanza en la soledad inmensa de la noche. A lo lejos se escucha el silbido de un pájaro nocturno.
Vientos de guerra
La mujer parecía campesina, con su cabellera gris anudada por un sujetador. Su edad oscilaba entre los 60 y 70 años.
Estaba de espaldas sentada en un tronco de árbol, y al cabo de unos minutos empezó a pasearse de un lado a otro al lado de donde estaba Misael mirando absorto, como poseído por el nuevo amanecer. Ahí estuvieron por un largo rato hasta que unos niños que jugaban los interrumpieron.
Era un nuevo día, me preguntaba cómo sería el nuevo día en una comunidad de desplazados: Algunos hombres tomaban el primer café de la mañana, otros para no perder la costumbre cogían sus herramientas de trabajo y las preparaban, así no hubiese tierra dónde cultivar.
Los europeos iban llegando uno a uno al árbol frondoso donde está grabada la imagen de un corazón con dos nombres: Juliana y Marcos forever.
Apareció Misael, saludó sonriendo a todos, se dejó caer en una silla, tomó una varita y empezó a trazar unos signos en el suelo mientras hablaba: “En el año 2007, proseguimos el trámite de extinción de dominio, en agosto del año 2008 le escribimos al entonces presidente Uribe, relatándole la situación de nuestro caso y por medio de su secretaria privada nos respondió en un escueto comunicado que esas tierras ya estaban en proceso de extinción de dominio y delegaba a un abogado de la UNAT para el respectivo trámite”.
El abuelo muestra una hoja y se observa que al final está la diminuta firma de Alicia Arango, ex secretaria privada de Uribe, mencionada recientemente en el escándalo de los Nule.
“En el 2009 ya estábamos asentados en Las Pavas, cuando aparecen unas palmicultoras llamadas Consorcio Labrador y Aportes San Isidro con unos títulos donde decían que eran propietarios de esas tierras. Ese día llegó el abogado de las palmeras, un hombre recio, con voz de trueno, llamado Danilo Palacios acompañado de unos policías, nos amenazó y nos conminó a todos que nos desapareciéramos de ahí porque esas tierras ya tenían dueño”.
Esas tierras, según se sabe, se las compraron a Emilio Escobar Fernández, supuesto tío del capo Pablo Escobar Gaviria, recalca Misael. Hay un profundo silencio. “Desde ahí, desde ese mismo día empezaron los problemas con las palmeras –remata el viejo que guarda silencio– mientras ve pasar por su lado a una sencilla mujer con un plato lleno de mafufos y unos pescaditos encima.
“Ese abogado –prosigue– venía cada rato a amenazarnos y a amedrentarnos. En ese primer momento hubo un amparo policivo de desalojo por parte de ellos, ese día fue…;” “¡el 9 de febrero del 2009!” Le complementó el joven cachorro que había permanecido silencioso durante toda la tertulia.
“Nos llegó una nota de la Inspección de Policía del municipio de El Peñón donde nos querían hacer firmar para el respectivo desalojo”.
“Recurrimos a una acción de tutela ante un juez de San Martín de Loba, el cual en derecho falló a nuestro favor; ese fallo de primera instancia detuvo el desalojo; los palmeros impugnaron esa decisión y recurrieron a un juez de Mompox, el cual en segunda instancia les dio la decisión a ellos. Y ese juez dejó en firme el amparo policivo que nos desalojó el 14 de julio del año 2009, del cual no quiero acordarme”, termina el viejo mientras baja los ojos y su voz se quiebra. Enmudece. Toma asiento. Hay un silencio.
Humillados y redimidos
Las retroexcavadoras con un ruido rencoroso escarban y empujan cambuches de un lado a otro, algunas rezongan en los repechos. A su paso devoran y van dejando techos de palma, girones de enseres y todo cuanto se cruza en su camino.
Hace calor. Hay una barrera que separa a un grupo de campesinos, niños y unos policías enfundados en unas armaduras negras cual guerreros medievales, golpean insistentemente sus macanas contra los resistentes escudos como en un ritual de guerra, avanzan, se acercan lentamente, la retaguardia va acompañada de otros policías con chalecos antibalas y armados hasta los dientes, la gente está aterrada, paralizada, se escucha el llanto de un niño.
Detrás se escucha la orden de un oficial de proceder. Hay tres curas que hacen cadena humana con los campesinos dispuestos a no dejar maltratar a la gente.
Después de algunas deliberaciones, y horas de tensión, los campesinos optan por salir pacíficamente de la hacienda. En fila india van dejando la tierra que les perteneció por tantos años.
Los policías finalmente toman el control de los predios mientras el abogado Danilo felicita a la Fuerza Pública por hacer cumplir la ley.
“Ese día fue el día más negro de mi vida”, comenta Misael, recomponiendo su voz mientras sus interlocutores se miran y lo observan con cara de asombro.
“Desde ese día empezó nuestro éxodo, vivimos dos años por fuera de nuestra tierra”.
“Desde ese día empezamos nuestra lucha jurídica, una mañana lluviosa de marzo se aparecieron unas personas del Programa de Paz y Desarrollo del Magdalena Medio, un enviado de monseñor Leonardo Gómez Serna, obispo de Magangué y su pastoral social acompañados de dos abogados de la clínica jurídica de la Universidad Javeriana, a escuchar nuestra problemática”.
“Ahí, esa lluviosa mañana empezó todo. Hoy, después de tres años –suspira Misael– la Corte Constitucional con el fallo de sentencia T-267 del 2011 nos ha dado la razón. Hoy hemos retornado a nuestras tierras a cultivar paz, a cultivar comida... han sido muchas las personas y acompañantes que nos han respaldado en esta lucha. ¡Que si me coloco a nombrarlos aquí, no terminaría hoy!”
Uno de los europeos que lo escucha se levanta, da un rodeo y vocifera en un perfecto francés: elles sont des personnes admirables, que quiere decir: son personas admirables.
Sobre la media tarde Misael hace una pausa en su relato, el sol está alto, hace calor, un puñado de niños corretean debajo de los árboles. Misael hace un giro, se despide y desaparece como había llegado, sin antes lanzar una condena en contra de todas las formas de violencia.
*Párroco de regidor. Ganador del concurso de cuento y poesía ciudad Floridablanca. Escribe crónicas y reportajes.
Regional
La historia real de Las Pavas
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