Cartagena


Buceando en un mar de tinta

El abogado Heriberto Martínez Britton tiene una de las bibliotecas más interesantes que puedan encontrarse en el barrio Getsemaní, donde vive.

Pero, extrañamente, la mayoría de los volúmenes que compendian sus gustos por la literatura tienen firmas y dedicaciones hechas a mano, con tintas de diferentes colores y caligrafías que distan mucho del preciosismo que usa este jurista para escribir.

Es decir, son pocos los libros nuevos que integran la colección del doctor Martínez -como le dicen sus conocidos--, no porque no cuente con el presupuesto necesario para hacerse cliente de las hermosas y modernas librerías de la ciudad, sino porque es un buzo de obras literarias remotas, tanto de autores famosos como de desconocidos.

Pocos como él saben que del norteamericano William Saroyan, verbigracia, se publicaron varias novelas y libros de cuentos que nunca batieron marcas de venta y publicidad, pero que son quizás más valiosas que sus obras laureadas en demasía. Lo mismo sucede con letristas de la talla de Ernest Hemingway, Jorge Amado, John Steinbeck, Fiodor Dostoyevsky o Máximo Gorki, entre otros.

Poco a poco, con paciencia y buen ojo de escrutador, el doctor Martínez ha ido extrayendo de los olvidos más abisales aquellas escrituras que tal vez nunca gozaron de una abundancia de lectores, pero sí recibieron el aprecio silencioso de los auténticos escudriñadores de la palabra. Y, aunque parezca inverosímil, algunos de esos rastreadores de letras son los vendedores de libros usados.

El doctor Martínez lo sabe. Por eso, siempre dedica una buena parte de su tiempo a visitar el Parque del Centenario, pero del lado de la Avenida Daniel Lemaitre, donde hay 29 casetas plateadas ocupadas por libreros más viejos que jóvenes, quienes tienen el conocimiento, pero sobre todo el olfato, que les permite intuir el calibre de una obra con solo verle la portada, el autor, el prólogo, el gramaje  y el color del papel, o la calidad de la edición.

Ellos compran y revenden. También leen o piden referencias sobre títulos y autores con el objeto de tener a la mano el empastado que sus clientes comprarán sin insinuar la más mínima rebaja.

Esos compradores, en su mayoría, son gentes como el doctor Martínez: discretas, acuciosas y de refinados gustos.

Una buena parte de ellos son estudiantes y profesores de la Universidad de Cartagena, pero también turistas provenientes de Argentina, Chile, Brasil, México, España, Inglaterra, Francia, Estados Unidos, Panamá o Alemania, quienes vienen tras la huella, en primer lugar, de Gabriel García Márquez. Después, preguntan por Luis Carlos López, Héctor Rojas Herazo, Álvaro Cepeda Samudio o  Raúl Gómez Jattin.

La semana pasada el doctor Martínez aprovechó un par de horas vacías para visitar a sus amigos los libreros. Esta vez no los encontró poniendo en los primeros puestos de sus vitrinas los clásicos universales de la literatura, sino lamentándose por lo dura que se está mostrando la temporada de enero, febrero y marzo, durante la cual acostumbraban a embolsillarse sus gruesas monedas vendiendo libros escolares.

Faisudy Fontalvo Cabarcas lleva 23 años en el negocio y estaba acostumbrada a combatirse con temporadas blandas, que van desde abril a diciembre; y a reponerse de manera ostensiva durante los tres primeros meses del año, cuando compraba y revendía textos escolares en medio de unas jornadas tan extenuantes que le tocaba emplear a dos o tres muchachas para que la ayudaran a no dejar escapar los 7 y hasta 8 millones de pesos, que le dejaba la temporada lectiva.

Pero desde hace cuatro años esas cifras se han reducido a menos de la mitad, mientras que la temporada dura sólo mes y medio. La causa es el código que traen los paquetes de libros que exigen los colegios privados, de modo que un texto que se utilizó este año ya no se puede revender, debido a que la clave es intransferible.

“Es decir -explica Faisudy-, un padre de familia no puede usar las mismos libros para sus tres hijos, porque el código no se lo permite. En vez de eso, al año siguiente tiene que comprar otro paquete de libros, aunque sean los mismos títulos que se usaron el año anterior. Y lo peor para nosotros es que los padres no pueden vendernos esos libros, porque no les sirven a más nadie”.

Faisudy, quien en algún momento de su vida se ocupó de ser líder comunal del barrio donde vive, también tomó la iniciativa de pedir la intervención de la Secretaría de Educación del Distrito, pero hasta el momento sus requerimientos no han tenido eco, con todo y que considera tres cosas: primero, el detrimento en la economía de los padres de familia; segundo, las dramáticas bajas en la temporada de los libreros; y tercero, el daño que se le hace a la ecología con la fabricación anual de tantos libros, “que tal vez ni se van a usar”, supone.

“Si las cosas siguen así -cavila-, tendremos que pedir permiso en la Alcaldía para vender también artesanías en nuestras casetas”.

Pero la lucha por la supervivencia no es sólo contra el código bibliográfico escolar, sino contra los “libreros piratas”, un grupo de personas que deambulan por el sector La Matuna, pero cerca del Parque del Centenario, ofreciendo compra-venta de libros, para luego revendérselos a los libreros del parque.

Por eso, estos últimos decidieron uniformarse con suéteres del mismo modelo, pero con colores diferentes, y con un distintivo que los identifica como libreros tradicionales del parque, como lo dice Manuel Villegas Santana, el propietario de la librería Toda la gloria es para Dios, quien se la pasa invitando a los transeúntes a que lleguen con confianza a vender sus libros en el parque, “donde se los compraremos a un precio justo”.

Manuel ya no ve como un problema el asunto de los códigos bibliográficos, “porque muchos padres de familia se están rebeldizando y se niegan a comprar esos paquetes. Eso fue al principio, porque no presentían que tal cosa iba a ser lesiva para sus bolsillos”.

Lo mismo dice Dairo Puerta Albis, uno de los más cercanos al portón que da para el Camellón de los Mártires, tal vez porque su venta no está enfocada hacia los textos escolares sino a la literatura latinoamericana. Allí reposan tanto las obras principales como también las ignoradas de Jorge Luis Borges, Carlos Fuentes, Horacio Quiroga, Isabel Allende y Julio Ramón Ribeyro, entre otros, que tienen las páginas selladas con cinta pegante “para que los vean sin abrirlos, porque de tanto manosearlos me los envejecen y después no quieren pagar lo que valen”, explica.

Mientras tanto, el doctor Martínez se detiene un rato en los puestos de “El Cuca” y “El Mago”, sus viejos amigos libreros, quienes ya le conocen los gustos y le van amontonando las piezas que sospechan podría llevarse de un solo tajo o uno por cada visita sabatina.

Quienes desconocen este mundo de páginas amarillentas y olores henchidos de conocimiento, podrían creer que se trata de refugios donde la polilla y la cucaracha hacen su agosto con el papel. “Pero se equivocan -aclaran los libreros-, porque el material con que hicieron estos kioscos es especial para conservar los libros”.

Y de ello pueden dar fe obras nuevas como las de William Ospina, Héctor Abad Faciolince o Laura Restrepo, “que la gente compra aquí por baratas, pero es la misma edición original que se consigue más cara en un centro comercial. O sea, parece que allá  le cobraran a la gente hasta por el aire acondicionado”, dice Faisudy desde sus ojos rasgados.

 

Se ha producido un error al procesar la plantilla.
Invocation of method 'get' in  class [Ljava.lang.String; threw exception java.lang.ArrayIndexOutOfBoundsException at VM_global_iter.vm[line 2204, column 56]
1##----TEMPLATE-EU-01-V-LDJSON----
 
2   
 
3#printArticleJsonLd()
 

Comentarios ()

 
  NOTICIAS RECOMENDADAS