Editorial


Acoso de vendedores en la playa

El 18 de abril del año pasado, la gerencia de Espacio Público del Distrito empezó a realizar operativos intensos para frenar el acoso de los vendedores informales a turistas y cartageneros en las plazas y playas de la ciudad.
Unos 69 brigadistas arrancaron con acciones directas en las playas de Bocagrande, con apoyo de la Policía Metropolitana de Cartagena, para advertir amablemente a los vendedores que debían retirarse del sector para evitar el decomiso de su mercancía.
Posteriormente se realizaron varios operativos cada mes, de manera que en noviembre la situación había mejorado algo, aunque no se había controlado plenamente.
Ahora, volvió al frenético acoso constante de hace unos años, porque no se realizaron más operativos y los vendedores informales volvieron a sentirse a sus anchas, sin control.
Nadie discute el derecho de toda persona a trabajar y a obtener ingresos realizando actividades lícitas, pero en ejercicio de ese derecho no se pueden vulnerar los derechos de los demás, como el descanso tranquilo.
Si los vendedores ofrecieran sus productos con educación, con semblante risueño, serenidad y amabilidad, seguramente lograrían que tanto turistas como nativos les compraran generosamente.
Pero en lugar de eso, se ven turbas de vendedores enloquecidos que cuando se percatan de personas o familias que se acomodan en sus carpas para disfrutar de un día de sol, brisa y mar, se abalanzan sobre ellos sin piedad, atiborrándolos de productos o servicios inútiles en su mayoría, sin que la víctima agobiada tenga la menor posibilidad de escapar al asedio.
Muchos de estos vendedores emplean además trucos tramposos para obligar a que les compren su producto o servicio, como ofrecerles una prueba gratuita que luego es cobrada groseramente y a precios exagerados, como ocurre con las ostras o los masajes.
Hace algunos meses, la revista mensual Donde, que publica Editora del Mar, les preguntó a varios turistas qué le molestaba más de Cartagena, y la mayoría de las respuestas ponían en primer lugar el acoso de los vendedores informales en las playas.
Algunas de las respuestas decían que estos vendedores les interrumpían la vista al mar, el reposo y una posible siesta de ensueño. Otras, que ellos presionaban mucho a la gente, que la intimidaban, y que este flagelo los hacía desistir de volver a visitar a Cartagena.
Vale la pena que la oficina de Espacio Público del Distrito, que sigue en cabeza del mismo funcionario de la administración pasada, reanude los recorridos de control y los operativos dirigidos a librar a quienes acuden a la playa para descansar con tranquilidad, de los vendedores molestosos y, en algunos casos, estafadores.
Aunque no se haya cuantificado exactamente, los sondeos y los comentarios que los turistas envían a las páginas web de El Universal y de la revista Donde muestran que un elevado número de visitantes se abstiene de regresar a Cartagena para no sufrir nuevamente el despiadado asedio de los vendedores informales en las playas.
Los propios vendedores informales deben entender que por ganarse unos pesos de más a la fuerza, están matando una fuente de recursos en el futuro inmediato.

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