Editorial


Bicicletas, el nuevo desmadre

Cartagena tiene un sino, o quizá una tara: sus autoridades y ciudadanos ven nacer y crecer fenómenos con el potencial para seguir descuadernando la ciudad y a pesar de las normas y de los “pronunciamientos” formales de las autoridades, y de las quejas de los ciudadanos, nadie se mueve hasta cuando ya no hay nada que hacer porque superaron la capacidad oficial para controlarlos.
Este fenómeno podría estar emparentado  con el sainete callejero repetido del “¡Cójanlo!”, coreado por la muchedumbre airada ante el raponazo, pero cuando ya el pillo es capturado por la Policía, se oye el “¡Suéltenlo!” salir de las mismas gargantas, ahora compungidas.
O será una tergiversación del atávico “Se obedece pero no se cumple” de la época colonial, ante los decretos reales venidos de ultramar con un atraso de años, y que quizá equivalen en espíritu al dicho de hoy: “Hecha la ley, hecha la trampa”. La ley aquí vale poco y tampoco hay una cultura de autodisciplina para respetar y fomentar lo público.
Por lo anterior, y con seguridad por otras cosas también, en Cartagena se salieron de las manos las ventas callejeras, la ocupación del espacio público por personas y negocios de todos los estratos; el mototaxismo se volvió epidémico, el exceso de taxis hizo que muchos se volvieran colectivos ilegales, sumándoseles a los ya “tradicionales” camperos destartalados que los antecedieron en esta ilegalidad colectiva, y ahora tenemos el negocio de las bicicletas, que comienza a ser tan ubicuo como descontrolado.
Por supuesto que nos encantan las bicicletas. No contaminan, no hacen ruido y ayudan a mejorar la salud física y mental de quienes las montan. No necesitan grandes capas de pavimento y si se usasen masivamente, abaratarían el transporte público.
Pero Cartagena no tiene vías ni siquiera para los carros que hay y que habrá, porque aquí se venden entre 700 y 800 mensuales y salvo la avenida 1ª de Bocagrande –como mencionamos en un editorial anterior- no hay una sola vía nueva importante desde hace unos 40 o 50 años, y las pocas que hay –incluidas arterias como la Calle Larga y la Media Luna-, están tomadas por muchas de las informalidades que pululan aquí.
Los camiones de proveedores de los negocios del Centro y otros lugares, al igual que los que recogen basuras, lo hacen en horas pico, en vez de por la noche o madrugada.  Los carros particulares se aparcan a ambos lados de unas vías estrechas sin que la grúa se note allí, las esquinas suelen tener una venta rodante de cualquier cosa pegada al andén, dificultando conducir; los taxis colectivos “ratonean” por todas partes e igual hacen los buses, los peatones cruzan por donde les dé la gana y ahora llegaron las hordas de bicicletas sin dios ni ley, aparcadas sobre las calles por quienes las alquilan a ciclistas bisoños e irresponsables, a veces niños, andando en contravía, sin luces y sin protegerse con cascos.
Reiteramos la pregunta de un editorial anterior: ¿Quién responderá si muere un ciclista en un accidente?

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