Editorial


Candidatos serios y ciudadanos responsables

Desde cuando empezó la elección popular de alcaldes en Colombia, no se ha presentado en Cartagena una propuesta política estructurada colectivamente desde la propia comunidad, que trascienda la coyuntura electoral y que recoja las aspiraciones de todos los habitantes de la ciudad y la concilie con los requerimientos del desarrollo local.
Los escasos movimientos renovadores, además de surgir en la coyuntura, han sido construidos alrededor de una persona y no de un propósito de ciudad, lo que termina por hacerlos desaparecer una vez ha concluido el debate y sus autores son elegidos.
Esa característica tan perceptible de los cartageneros, de reducirlo todo a la informalidad, no como un rasgo lúdico ni contestatario, sino como una forma de obtener ventajas en la vida diaria –es decir, una decisión de romper las reglas para la propia comodidad– los ha hecho presa fácil de la ambición politiquera, pues los aspirantes a gobernar la ciudad han estimulado y propiciado la conveniencia individual como estrategia para obtener votos, muchas veces complementando prácticas abiertamente ilegales como la compara de votos.
Hubo candidatos a la Alcaldía, por ejemplo, que para lograr los votos de los vendedores informales que estaban ocupando ilegalmente el espacio público, les ofrecían legalizar su situación, con lo cual estaban ellos mismos prometiendo actuar fuera de la ley. De hecho, muchos fueron carnetizados, convirtiendo este problema en una dificultad de dimensiones enormes.
Otros aspirantes utilizan ofrecimientos más sutiles, como prometer puesto para los hijos, la esposa u otros familiares, una beca o cualquier otra dádiva, siempre en función de solucionar problemas individuales.
Por supuesto, esta relación, personalizada en apariencia, de los candidatos con los ciudadanos no hace parte del discurso público en las campañas. Pero en las concentraciones de barrios o en los foros y debates, los aspirantes hacen propuestas de beneficio colectivo, muy generales, muy abstractas, como “construir un modelo de ciudad amable, incluyente y equitativa”, “luchar contra la pobreza” o “combatir la inseguridad”.
Ya es tiempo de que los ciudadanos no se dejen engañar por las falsas promesas individuales ni por los discursos abstractos, pues tienen a su alcance herramientas para decidir qué candidato es el mejor para la ciudad, para el bienestar de sus habitantes y para el crecimiento calculado y planificado, que beneficie a todos por igual.
No pueden dar su voto a cambio de una cantidad de dinero que soluciona necesidades de un día, de promesas de ayuda o la esperanza de una influencia que puedan usar para su provecho.
Los candidatos óptimos deben conocer los indicadores principales de la ciudad sobre calidad de vida, desarrollo y crecimiento económico, y plantear en sus programas cuánto proponen mejorarlos y cómo piensan hacerlo, contando siempre con la participación ciudadana y pensando en el bien colectivo.
Deben, además, explicar claramente cómo asegurarán la transparencia de su gestión, diciendo de que manera rendirán cuentas y dónde obtendrá el ciudadano los documentos que sustenten sus actos administrativos.
El voto debe ser para los candidatos que ofrezcan garantías creíbles de que cumplirán estos compromisos.

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