Editorial


A castigar las denuncias falsas y temerarias

Es satisfactorio que los ciudadanos se preocupen de vigilar el ejercicio gubernamental y el manejo de los dineros públicos, que denuncien cuando sean testigos de actuaciones deshonestas e ilegales, porque sólo así será posible derrotar la corrupción, o al menos reducirla drásticamente.
Sin embargo, con el disfraz de veeduría ciudadana, se ha multiplicado en las últimas semanas una avalancha de denuncias, la mayoría de las cuales fueron desechadas por la Procuraduría y la Fiscalía, al no hallar sustento alguno para realizar una investigación.
Por supuesto, ese torrente contribuye notablemente a la congestión de los despachos judiciales y de los entes de control, quitándoles tiempo y recursos necesarios para realizar con rigurosa dedicación las investigaciones de los verdaderos y protuberantes hechos delictivos, y favoreciendo así la impunidad.
El artículo 435 del Código Penal establece penas de prisión y multas a quien denuncie ante la autoridad una conducta que no se ha cometido y el Código Disciplinario Único, en su artículo 69, dice que las denuncias y quejas falsas originarán responsabilidad patrimonial en contra del denunciante o quejoso.
También la Corte Constitucional ha recordado que la denuncia temeraria, esto es, la que se formula sin fundamento, puede dar origen a la comisión de un delito castigado por la ley penal.
Sin embargo, son muy pocas las sentencias conocidas contra denunciantes temerarios, incluso son muy pocas las investigaciones al respecto, y la última referencia que existe en la base de datos de la Procuraduría es un proceso verbal abierto por el Ministerio Público en 2006 contra un particular, quien presentó numerosas quejas disciplinarias contra el rector de la Universidad Pedagógica.
Poco favor le hace a la lucha contra la corrupción la avalancha de denuncias temerarias, que se multiplican notablemente en la época previa a las elecciones, como estamos viendo en el caso de Cartagena.
Es inexplicable que algunas denuncias de carácter disciplinario, que pueden ser fácilmente desvirtuadas con la exigencia al denunciante o quejoso de las pruebas documentadas del ilícito, tengan que pasar por el proceso de indagación preliminar que implica un gasto de recursos y de tiempo de los funcionarios de la Procuraduría. Y más explicable aún que, una vez desvirtuada su validez, los temerarios denunciantes no sean sancionados como lo establecen las normas citadas arriba.
De no tomarse decisiones ejemplarizantes, en uno o dos meses veremos a los organismos de control inundados de quejas y denuncias absurdas, que mientras son aclaradas y desvirtuadas, representan un desgaste para los organismos investigadores y una confusión grande para la opinión pública.
Los ciudadanos están en la obligación de denunciar los actos corruptos, pero deben hacerlo con seriedad, responsabilidad y no con el propósito de vengarse o sacar dividendos políticos.
Las denuncias falsas y temerarias, en lugar de combatir la corrupción, la perpetúan en una maraña jurídica que sirve de pantalla para esconder las ansias de los corruptos por devorar los dineros públicos.

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