Este ha sido el año de los mandatarios enfermos en América Latina, especialmente en Colombia, donde por cuenta de los recientes padecimientos de salud del presidente y del vicepresidente, hay un enmarañado debate constitucional sobre sus eventuales reemplazos en caso de falta definitiva, aunque lo de Santos no tiene la gravedad que amerite una incapacidad que le impida ejercer el cargo.
En el caso de Cartagena, la enfermedad que padece el alcalde Campo Elías Terán –que a juzgar por las imágenes de un video divulgado ayer, lo ha minado mucho físicamente y le ha producido cierta desorientación– ha sido la excusa perfecta para que se desatara una caótica confrontación de versiones, influencias y de intrigas que han comprometido la gobernabilidad local en un momento coyuntural para el futuro de la ciudad.
Estas imágenes del alcalde, quien hasta hace unos pocos meses era una persona enérgica, entusiasta y decidida, sobrecogen porque se le observa deteriorado físicamente y con la normal turbación de quien se somete a drásticas terapias, que a la par que combaten la enfermedad, golpean al organismo entero.
La natural conmoción que produce el sufrimiento de un ser humano se acrecienta cuando se trata de un gobernante, pues se tiene la preocupación adicional de saber si está en capacidad de tomar decisiones que pueden afectar a cientos de miles de personas y si la enfermedad ha disminuido su eficicacia administrativa y su lucidez para distinguir cuáles acciones de sus colaboradores inmediatos están enmarcadas en su programa de gobierno y cuáles no.
Es razonable imaginar que la preocupación sobre el verdadero estado de salud del alcalde Terán, aumentada por el silencio, en lugar de aplacarse con las imágenes mostradas ayer, adquiera mayor intensidad, porque no parece que en el corto plazo el mandatario pueda reasumir sus funciones, y es probable que su curación será un asunto prolongado.
Y no se trata de una opinión inhumana o cruel, porque la ciudadanía no está criticando al alcalde por estar enfermo ni por abrigar la esperanza de que su lucha contra el mal que padece será exitosa, sino que está preguntándose si esa incertidumbre sobre su regreso no sólo obstaculiza la marcha normal de la Administración distrital, sino que facilita la acción implacable de la corrupción.
La enfermedad del alcalde Terán es una circunstancia de enorme importancia para toda la comunidad porque se espera de un gobernante el vigor físico y la claridad mental necesarias para sacar adelante a una ciudad que tiene tantos problemas.
No ayuda mucho el ejemplo del vicepresidente Angelino Garzón, quien había aceptado someterse ayer a una evaluación médica y había dicho que si los especialistas le recomendaban renunciar para superar sus males, él lo haría sin dudarlo, para negarse finalmente, aduciendo que aceptar ese examen era atentar contra la democracia y contra el presidente. La salud de un gobernante y su responsabilidad no deben mezclarse con los tejemanejes y maniobras del poder y la política.
Sin información certera sobre el verdadero estado de salud del alcalde Terán, mal haríamos en aconsejarle renunciar, como muchos han sugerido. Pero sí creemos que es necesario hablarle claramente a la ciudadanía, que los médicos que lo tratan digan con franqueza si su padecimiento es grave o no y si le recomendarían retirarse para concentrarse en combatirlo y en su recuperación.
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