Editorial


Del ahogado, ni el sombrero

Las inundaciones salidas de madre con las que nos hemos visto obligados a familiarizarnos los colombianos eran inimaginables hace dos meses, pero su perversidad ya es cotidiana.
Las escenas de ciudades ribereñas y barrios urbanos inundados, con la gente y las mascotas compartiendo altillos y zarzos improvisados apenas encima de las aguas, son noticia diaria en a televisión, y hay pocas esperanzas de que las lluvias cesen y las aguas bajen pronto porque el invierno lo pronostican hasta enero. La tierra está tan enchumbada que cualquier gota que cae corre de inmediato.
No podemos sino preguntarnos en qué se han gastado los muchísimos millones de pesos presupuestados para arreglar diques, albarradas y jarillones durante años, que deberían haber protegido los pueblos ribereños del Magdalena y de otros ríos del país.
Es cierto que el invierno ha sido descomunal, pero también lo es que si toda la plata se hubiera gastado en las protecciones ribereñas para las cuales fue asignada, serían muy pocos los pueblos inundados, o al menos, no lo estarían tanto.
Retrospectivamente, es obvio que mucha gente poderosa, de esa que suele adueñarse de los presupuestos de la comunidad, experta en torcerle el cuello a las normas para ganar y ejecutar contratos, venía jugándole al comportamiento rutinario de las crecientes “normales”, que alcanzaban a meter suficiente miedo como para invocar las urgencias manifiestas innecesarias al inundar alguna calle de algún poblado, o un maizal mal sembrado, y luego se olvidaba todo –incluida la plata de la urgencia manifiesta, ya deglutida- con las primeras polvaredas del verano y los villancicos decembrinos. ¡Bonito aguinaldo anual!
Una de las lecciones de este año es que las inundaciones devastadoras son posibles, y que el Estado tiene que asegurarse de que los asentamientos humanos no vuelvan a pasar por una situación semejante. Será imposible garantizar que nunca más se inunde el 100% de la tierra en agricultura o en pasturas, pero sí se podría prevenir que le pasara a la mayoría de los pueblos mediante obras oportunas y bien hechas, es decir, por ingenieros honrados, y no por los contratistas que le sirven de testaferros a los politiqueros. Así, del ahogado no queda ni el sombrero.
Lo aprendido de las inundaciones en Cartagena también podría ser aprovechado para que unas obras indispensables de defensa costera sirvan para hacer otras que mejorarían la calidad de vida de la comunidad. Es inevitable rellenar algunas orillas del litoral –el de Bocagrande y Manga, por ejemplo-, para hacer diques que impidan la entrada del mar a calles y casas durante las mareas altas, lo que se debería aprovechar para ampliar avenidas que permitan desembotellar el tráfico de unos barrios saturados de edificios demasiado altos y con una densidad contraria a la calidad de vida.
Y donde la ciudad pueda albergar marinas legítimamente, estas defensas y ampliaciones deberían hacerse antes de siquiera considerar permitir dichas instalaciones, que tienen que convertirse en un valor agregado, y no en los verdugos de barrios residenciales hasta ahora más o menos apacibles.

 

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