Editorial


El bloqueo de vías

Cartagena y sus alrededores están sufriendo una “hemorragia” de bloqueos de vías en los últimos días por distintas razones. Todos, por supuesto, son una protesta por algo: los despidos de una compañía que dice no haber despedido a nadie porque no son sus empleados; invasores desalojados del Cerro de Albornoz; habitantes de San Jacinto que bloquean la Troncal de Occidente reclamando la construcción de un puente de acceso a su barrio; los mototaxistas que aducen persecución policial porque quieren aún más impunidad vial; y más recientemente, estudiantes insatisfechos con su universidad. La gente parece haber descubierto que la forma más expedita de que le pongan atención es tapar una vía arteria, y mientras más caos cree, mejor siente que es la protesta. Esta forma de atraer la atención, además de tener los riesgos de enfrentar a los escuadrones de policía antimotines (ESMAD), es un abuso contra el resto de la población, que se pone furiosa con los protestantes, como es entendible. En vez de solidaridad, los “cortes” de vías obtienen el repudio general de la ciudadanía. Las entidades de movilización social más sofisticadas, como los sindicatos modernos, alejados del vandalismo del pasado, tratan de que sus marchas no bloqueen las vías del todo y muchas veces utilizan sólo un carril, aunque a nadie escapa que de todas maneras causan trancones, pero suelen ser menores. Los trancones por bloqueos no sólo causan incomodidad a todos los habitantes de la ciudad, sino que cuestan mucho dinero. Trancar la Troncal de Occidente por seis horas, por ejemplo, como hicieron los habitantes de San Jacinto, causó filas kilométricas de camiones con contenedores, buses y autos. ¿Cuánto les cuesta a los exportadores un contenedor que no pueda ser embarcado en la nave para la que va destinado y con el tiempo de llegada cronometrado? ¿Cuánto cuesta esperar al próximo barco? ¿Penalizarán al exportador los compradores de otros países por incumplir los compromisos? ¿Cuánto dinero deja de ganar un camionero obligado a parar seis horas y a cuántos otros clientes le incumplirá? Y mucho más importante, ¿cuánto valen el tiempo y las diligencias urgentes e inconclusas de cientos de pasajeros de los buses, busetas y carros particulares? ¿Y qué tal que alguien tenga una urgencia de salud? ¿Quién responde por la vida de un enfermo que no puede llegar donde el médico? Reflexiones similares se pueden hacer para los trancones dentro de las ciudades, como las que ha padecido Cartagena últimamente. Aunque criminalizar la conducta de los organizadores y botafuegos de los bloqueos de vías parece una medida extrema y abusiva del derecho de protesta, ¿cómo más se le garantizan los derechos y compensan los daños a la gran mayoría de habitantes perjudicados por estas minorías? Actuar con tino y sin excesos –es decir, con justicia- es difícil en estos casos, pero las autoridades no pueden dejar que los bloqueos tomen fuerza ni queden impunes sus organizadores, especialmente cuando son profesionales ocultos de esta actividad, que ponen a la gente común y corriente como carne de cañón.

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