Editorial


El círculo vicioso del salario mínimo

La discusión del salario mínimo parece una obra de teatro en la que los principales actores se saben de memoria sus parlamentos, los dicen con voz altisonante y el desenlace no varía. Se han realizado ya siete reuniones de la mesa de concertación laboral, pero no ha llegado a un acuerdo para fijar el aumento del salario mínimo, igual a lo que sucedió el año pasado, el antepasado y los últimos 50 años. Como en toda negociación, las partes llegan a la reunión dispuestos a no ceder en sus propuestas. Este año, los gremios de la producción y el comercio están ofreciendo el 3,2%, mientras que las centrales obreras quieren el 8%. Cada propuesta está respaldada por una serie de argumentos, que se sustentan a su vez en las variables o indicadores económicos, principalmente la inflación y la productividad. La baja inflación y la productividad negativa calculadas por el DANE para este año, apoyan la propuesta de los empleadores, pero valdría la pena pensar un poco en lo que significan ambas variables y su efecto sobre los salarios. La inflación se calcula a partir de la variación de los precios de un conjunto de productos y servicios, que se ha definido como la canasta básica imprescindible para la supervivencia de una familia. Cada sector o grupo de estos productos y servicios influye de manera diferente en distintos períodos. Por ejemplo, en la inflación de noviembre disminuyó 0,07%, principalmente porque bajó el precio de los alimentos, que es un componente de mucho peso en la canasta familiar. El aumento del salario mínimo depende en gran parte de la inflación, puesto que se trata de mantener la capacidad adquisitiva de los trabajadores. Con el argumento de que los trabajadores de menores ingresos los emplean casi todos en alimentos, los gremios y el Gobierno dicen que sólo es preciso un aumento pequeño, para mantener la capacidad adquisitiva. Pero así como los alimentos bajaron de precio, otros productos y servicios subieron, como los servicios públicos, el transporte, la ropa y la educación, que tienen también impacto en los gastos familiares. La productividad empezó a tomarse en cuenta para definir el aumento del salario mínimo, como una forma de incentivar a los trabajadores, es decir, de premiar su esfuerzo para producir más con menores costos. Este año, ese indicador fue negativo, es decir, que la productividad en el país disminuyó, lo que apoya el argumento de que no puede premiarse a los trabajadores con un aumento basado en esta variable. El problema es que la productividad no depende exclusivamente del trabajador, y en la mayor parte de las empresas, es decisión casi exclusivamente gerencial, según la demanda, la saturación del mercado y otros factores similares. Estas dos reflexiones podrían justificar la petición de los trabajadores de un aumento del 8% en el salario mínimo, pero hay otra que lo haría con mayor intensidad: el desfase acumulado entre ingresos y gastos de los asalariados, que viene de hace muchos años. Ese cálculo, infortunadamente, no hace parte de las variables macroeconómicas de uso habitual. Este año, también se ha repetido el argumento de que un aumento muy grande en el salario mínimo desestimularía la creación de empleo, pero es el mismo argumento que se esgrimió cuando se aprobaron las políticas de flexibilización laboral, y hasta ahora, la supresión de algunos beneficios que tenían los asalariados no hizo crecer el empleo, y al contrario, lo redujo, como lo muestran las cifras de desempleo. Es poco probable que el salario mínimo aumente más allá del 4%, pero este triunfo de los gremios productivos y el Gobierno en la negociación, debe estar acompañado de un riguroso control a los precios, de manera que no se reduzca el poder adquisitivo de los trabajadores.

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