Editorial


El consumidor tiene su estatuto

Desde hace más de 25 años, el Gobierno nacional había intentado promulgar un verdadero y completo estatuto que garantice la defensa del consumidor, pero aparte de algunas normas aisladas contenidas en leyes de la más variada orientación y objetivo, este propósito había fracasado estruendosamente.
El pasado 10 de agosto, la plenaria del Senado aprobó el Estatuto del Consumidor, después de tres años de debate en el Congreso y de 19 intentos por reformar una ley con este mismo propósito, que ya tenía 30 años de antigüedad, y que se ocupaba principalmente de la idoneidad, la calidad, las garantías, las marcas, las leyendas, las propagandas y la fijación pública de precios de bienes y servicios, además de establecer la responsabilidad de sus productores, expendedores y proveedores, sin que se fijaran los derechos específicos del consumidor, ni se le dieran herramientas para reclamar en caso de ser engañado.
Antes de esta nueva norma, el respeto a los derechos de los consumidores estaba garantizado por un conjunto de decretos y algunos artículos de leyes que no tenían como finalidad primordial este propósito.
Los abusos y la desigualdad en las relaciones entre empresas y consumidores es todavía una realidad demasiado grande en Colombia, especialmente en lo que se refiere a los servicios públicos. Hemos mejorado algo, pero falta mucho camino por andar.
Las leyes, políticas y prácticas de protección al consumidor son las herramientas para limitar esos abusos y erradicar las conductas comerciales fraudulentas, engañosas y desleales. Una normatividad diáfana, práctica y drástica de este tipo era indispensable para que la relación entre empresarios y consumidores en las transacciones comerciales fuera equitativa.
La ambigüedad de las normas anteriores obstaculizaba la protección del consumidor, a quien se le imponían trámites engorrosos para formular sus denuncias, lo que terminaba por disuadirlos, garantizando la impunidad en todas las irregularidades en contra del bien común. Y a quienes perseveraban, se les atravesaba la morosidad usual de la justicia, para no resolver esas quejas con la agilidad necesaria que asegurara su eficacia.
La Confederación Colombiana de Consumidores hace una labor extraordinaria, pero no puede hacer más que orientar. Y las superintendencias de Servicios Públicos, Financiera y de Industria y Comercio son instancias a las cuales resulta demorado contactar, y más aún lograr que inicien un proceso.
Un comprador que recibe un producto defectuoso tenía muy pocas probabilidades de que se lo repusieran, porque imperaba el beneficio para el vendedor, sobre todo si se trataba de grandes empresas con recursos para contratar asesoría legal de alta calidad.
Los alcaldes y los personeros municipales carecían por su parte de herramientas adecuadas para obligar a las empresas abusadoras a respetar los derechos de los consumidores, o a reponer los daños que les causaran.
A las puertas de encarar el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos, por fin Colombia tiene un verdadero Estatuto del Consumidor, que asigna competencias claras y lógicas, fija procedimientos investigativos realistas e impone sanciones drásticas. Ojalá que los consumidores lo adopten, para frenar los abusos en su contra.

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