Editorial


El costo de la inseguridad

Los colombianos de todos los estratos sienten urticaria con solo oír la palabra inseguridad y si pensamos que pueda volver la de 2002, la urticaria se vuelve terminal.
En muchos sitios los secuestradores -especialmente de las Farc- sacaban a sus víctimas de sus propias casas. En Neiva sacaron gente de un edificio y se los llevaron para la selva. La ciudadanía se sabía inerme, y cundían el miedo y la impotencia y había hasta un aire de resignación. La toma del poder por las Farc parecía inminente.
Las carreteras estaban en manos de la guerrilla, principalmente las Farc y ningún ciudadano de ningún estrato viajaba tranquilo. Los retenes ilegales eran diarios. Como la gente más pudiente dejó de usar las carreteras, las víctimas comenzaron a ser los pasajeros de los buses, casi todos ciudadanos modestos.
La guerrilla tenía computadores con bases de datos extraídas de las oficinas públicas, indicando quiénes eran los más secuestrables en cada “pesca milagrosa”. En las ciudades primaban el “secuestro express” y los paseos millonarios. Nadie estaba tranquilo.
Cartagena era la ciudad segura de Colombia y la más custodiada.
La violencia de sus barrios marginales no se había desbordado a los demás. ¡Hoy sabemos que hay 7.000 pandilleros! El turismo estaba seguro porque la ciudad era un fortín con puertas enllavadas hacia afuera y abierta por dentro.
Los colombianos nos acostumbramos a la seguridad de Uribe, aunque a sabiendas de que si no había empleos para los desmovilizados de izquierda y derecha, la inseguridad del narcotráfico reemergería. Aunque ahora las Farc están en primer plano, les sirven de cortina de humo al poder y a la amenaza de las demás bandas criminales -las Bacrim- un reto a la estabilidad del Estado igual o mayor que las guerrillas. Unas y otras se aliaron alrededor del narcotráfico.
Además de la capacidad operativa real de guerrillas y Bacrim, si logran implantar la sensación de inseguridad en el país mediante golpes en distintas partes, se perderá el elemento que las ha tenido a raya: la confianza de la ciudadanía en el Estado. Perdida ésta y replegados los habitantes en sus casas por el miedo, el camino les queda libre a los bandidos.
La pérdida de la sensación de seguridad puede frenar al país en seco, acabar con el turismo y con la confianza inversionista nacional y foránea, lo que mermaría el empleo. El círculo económico virtuoso en que comienza a andar el país se trocaría por la pesadilla de la desconfianza y la desinversión.
Eso es lo que está en juego en este gobierno, con el agravante de que las Farc -como ocurría desde el gobierno de Uribe- tienen su retaguardia en Venezuela, país que ya tiene guerrilla propia auspiciada por el Estado, y que es aliada de la nuestra con petrodólares en abundancia. 
Juan Manuel Santos aseguró ayer que los índices de seguridad están mejores que nunca, pero los golpes de la guerrilla y las Bacrim hacen pensar otra cosa.
Los costos de perder la confianza local e internacional son inmensos. Impedir que suceda es el mayor reto y obligación del Gobierno.

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