Editorial


El dilema de las pandillas

El crecimiento de las pandillas en Cartagena viene en ascenso. El problema no es solo que crecen en cantidad de grupos y en militantes de cada uno, sino que se vuelven cada día más violentos y están mejor armados. Aunque se pelean a piedras, los núcleos duros tienen armas de fuego y motocicletas a su disposición.
Este fenómeno se viene analizando desde hace varios años. No se puede olvidar la labor abnegada del padre Pachito Aldana, un apóstol de la gente pobre, especialmente de los habitantes de las faldas de La Popa, tan cerca de los nervios de la ciudad y tan lejos de sus oportunidades. Aldana previno a Cartagena desde su tribuna en El Universal precisamente de lo que sucede ahora por no atender entonces las causas del pandillismo con la diligencia y contundencia necesarias. Lástima que la ciudad no le hizo caso.
Los programas improvisados y discontinuos de siempre nunca bastaron ni bastarán ahora si se intenta más de lo mismo. Ya no es asunto de recoger ropa vieja entre los más pudientes ni de hacer ceremonias simbólicas de desarme entre los pandilleros. El problema es como el de Sebastián, el de la canción de Lemaitre: se necesita dinero y constancia –bastante de ambos- y no tripas de cucaracha.
La Alcaldía está a punto de implementar un programa con todas las Iglesias de la ciudad, es decir, las católicas y las conocidas como cristianas -aunque ambas lo son- y pronto anunciará su plan. Eso está muy bien y seguramente se adelantará mucho si se diseña bien el programa y se atiende con constancia, pero su financiación no puede depender de pasar el sombrero entre el sector privado.
El Distrito tendrá que dedicar un presupuesto suficiente para atenuar el pandillismo y sus consecuencias. Pero sobre todo, el Plan de Desarrollo de la ciudad tiene que incluir esta inversión, entre otras cosas, porque no habrá mayor desarrollo que valga si continúa la criminalidad en Cartagena, que ya desbordó los barrios marginales y crece a diario.
El pandillismo se puede desmontar solo con oportunidades para los jóvenes sin esperanza de la ciudad, para que todos comiencen a tenerla. En la pobreza de hoy, un joven de 20 años no solo es “viejo”, sino que está cerca del promedio de vida de muchos de sus pares en los barrios violentos. Eligen una vida azarosa con tal de tener algo de reconocimiento y algunos bienes materiales, no importa que sean pocos y por un tiempo demasiado corto. En ese paradigma efímero, la vida ajena ni la propia valen mayor cosa.
Así que el presupuesto para acabar con las pandillas tendrá que ser bastante gordo, porque el remedio es estructural e incluye educación universal pertinente y sin hambre para los jóvenes de los barrios marginales, y oportunidades de trabajo en una ciudad pujante y con empleo formal.
El pandillismo no se puede acabar en la ciudad de hoy, sino en una más equitativa construida entre todos y para bien de todos.

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