Editorial


El futuro de los partidos políticos

Hace siete años, en las elecciones parlamentarias participaron 63 partidos políticos inscritos oficialmente, de los cuales sobrevivieron 41, cuya votación les permitió conservar su personería. En realidad, no se trataba de 63 partidos, sino de una colección de grupos personalistas, surgidos de las colectividades tradicionales, la mayoría carentes de una plataforma seria, de agenda programática e incluso de estatutos que garantizaran su democracia interna. La reforma política del año 2003 se había propuesto acabar con la atomización y decantar unos pocos partidos políticos auténticos, y aunque logró lo primero, no pudo conseguir lo segundo, especialmente porque el propio estilo político del presidente Uribe fomentó los liderazgos personalistas. Por supuesto, en materia de caudillismo, Uribe les lleva kilómetros de ventaja a sus eventuales competidores. Primero, porque tiene a su favor la enorme estructura del Gobierno, y segundo, porque nadie ha planteado claramente sus propuestas para enfrentar el que los colombianos creen que sigue siendo el problema más grave del país: la violencia terrorista, alimentada por el narcotráfico. Además, el acercamiento de algunos sectores del liberalismo y de la izquierda al gobierno de Venezuela, emprendido para diferenciarse del estilo uribista, en lugar de traerles dividendos, les ha quitado apoyo. En un foro sobre el futuro de los partidos políticos en América Latina, la subdirectora del Instituto de Iberoamérica de la Universidad de Salamanca, Flavia Freidenberg, aseguró que ese futuro está asociado a una “mayor transparencia de sus gestiones; mayor profesionalización de los políticos y un incremento en su institucionalización interna, puesto que el problema de gobernabilidad no son los partidos políticos sino su funcionamiento”. Obviamente, esa “institucionalización interna” implica que los partidos deben sintonizarse con las necesidades y los anhelos de la ciudadanía para que su estructura eficiente ofrezca soluciones realistas y atractivas. Los partidos políticos, enfrentados a la arrasadora popularidad del Presidente, se olvidaron de proponer estrategias claras contra la violencia guerrillera, que trascendieran las anacrónicas propuestas de diálogo que la propia guerrilla se encargó de hacer fracasar. Los éxodos de parlamentarios, concejales y diputados de un partido a otro, antes de vencer el plazo para que no se les acuse de doble militancia, fortalecieron al Partido de la U y al Partido Conservador, ambos inclinados al uribismo, aunque el segundo no haya definido plenamente su rumbo. El Partido Liberal y el Polo Democrático encarnan la oposición, pero sin suficiente representación burocrática, que tradicionalmente ha sido el combustible de su crecimiento, y con una posición ambigua frente a la guerrilla, que los aleja de los deseos ciudadanos. En cuanto a Cambio Radical, el mesianismo de su líder máximo aplastó la posibilidad de consolidarse como un partido auténtico, que defina colectivamente su agenda programática y elija democráticamente sus directivas. Hará falta esfuerzo y tiempo para que los colombianos vuelvan a creer en los partidos.

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