Antier se formalizaron 500 vendedores estacionarios que llevaban años invadiendo el espacio público aledaño al Mercado de Bazurto, sobre la avenida Pedro de Heredia.
Comenzaron con las aceras y colmaron un carril entero de la avenida, llamado el “solo bus”, en una arteria que sería estrecha aun con este frente despejado. Impedían el paso de peatones y autos, arrojaban basuras y convirtieron el sitio en un muladar.
La informalidad es un atraco al Estado, o lo que es lo mismo, a la gente de cualquier país, dueña de la nación y de su erario. Sin formalidad no hay quien pague impuestos, sin ingresos por impuestos no hay erario, y sin erario no hay inversión pública.
En teoría, un erario pujante querría decir un Estado vigoroso, activo, serio, invirtiendo en la calidad de vida de sus habitantes: seguridad, salud y educación pública, infraestructura vial y energética, es decir, todo lo que un Estado debería entregar a sus ciudadanos.
Y la informalidad, por supuesto, es una competencia desleal contra quienes sí son formales, pagan salarios de ley y también impuestos por el derecho de hacer lo que los informales hacen sin tributar: venderle bienes y servicios a la ciudadanía.
Por eso hay que celebrar que 500 personas con vocación comercial decidieran capacitarse durante 80 horas –que no era obligatorio- para dejar la informalidad luego de abandonar el espacio público -que sí lo era- al recibir una indemnización prevista por la ley, que ahora se llama “reconversión económica” o capital semilla, que suena mucho mejor porque es más esperanzador.
Ser formal es una propuesta difícil para cualquiera, incluida la gente joven y con formación académica elitista para los negocios. Cualquiera que revise las estadísticas de las Cámaras de Comercio del país sabrá que todos los años nacen miles de empresas, pero pocas sobrevivirán los primeros doce meses. Las estadísticas de la entidad local indican una tendencia similar, y seguramente pasa igual en cualquier parte del mundo.
Así que el reto asumido por personas mayores como los ahora ex vendedores informales, en su gran mayoría con poca educación académica, sin experiencia contable, es enorme y de mucho mérito. Les favorece que conocen su mercado, que son trabajadores, recursivos y tenaces, o no hubiesen durado más de una semana en la precariedad de la calle. Son gente motivada y solo con eso se gana buena parte de la pelea.
Pero para que no fracasen, el Distrito tiene que estar muy pendiente de ellos, asegurándose de que su capacitación sea continua y evolutiva, para que alrededor de estas 500 personas se cree un círculo virtuoso de formalidad y éxito, que le sirva de motivación a mucha más gente. Hacerlo debería ser una política de Estado incluida en el programa de gobierno de todos los candidatos a la Alcaldía.
Colombia, y Cartagena más que otras ciudades, necesitan una clase media activa, pujante, que cree empresas en vez de ser parásitos del Estado por falta de oportunidades. Aceptar el reto de la formalización es un buen camino para ayudar a lograrlo.
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