Editorial


El vandalismo nunca se justifica

Los bienes públicos son de toda la población, y por lo mismo, sagrados. La propiedad privada también lo es, pero nunca cuando su usufructo va en contra del interés general y para evitarlo existe la expropiación compensada para los bienes legalmente de particulares y así -sin atropellar a sus dueños legítimos, pero invocando el interés general- entran al caudal de los bienes públicos.
Si los bienes particulares bien habidos son sagrados, los bienes públicos, que tienen tantos dueños con los mismos derechos, lo son aún más. Cuando alguien abusa de ellos, abusa también del resto de la población. Arrojar basuras sobre la calle o andén, por ejemplo, atenta contra el derecho de los demás de disfrutar de espacios limpios, e invadirlos atenta contra el derecho colectivo a la movilidad y a su disfrute.
¿De dónde salen los parques, avenidas, calles, paradas de buses, Transcaribe y sus estaciones, los andenes y el alumbrado público, por mencionar solo algunos? ¿Y de dónde su mantenimiento? En últimas, del bolsillo de los contribuyentes, cada cual aportando según sus ingresos.
En un país aún pobre como Colombia hay pocos contribuyentes con respecto al total de la población y para que el fisco tenga más dinero para invertir en el bien colectivo, urge formalizar la informalidad económica y fomentar las empresas privadas locales.
Es indispensable que el Distrito se concentre en hacer de Cartagena una ciudad competitiva, con un ambiente que conduzca a la creación de empresas nuevas y a la relocalización hacia acá de las que están en otras partes.
Por ser un país pobre, que no puede derrochar, que todo lo tiene que hacer con sacrificio y planificación, es pecaminoso atentar contra la poca inversión pública que puede acometer el Estado. Se atenta a través de la corrupción, es decir, robarse el dinero del Erario de manera directa o mediante la ineficiencia; o destruyendo físicamente los bienes públicos, como ocurrió en Bogotá con los buses y estaciones de Transmilenio, y en Cartagena con las suyas, aún sin estrenar, salvo por los indigentes que las han convertido en su refugio particular.
El vandalismo es una de las maneras más pecaminosas de atentar contra la propiedad común, porque como ya vimos, se construye con un sacrificio enorme a través de los impuestos y ahora de las regalías, que también son un patrimonio público y que deben ser protegidas con celo mediante su inversión eficiente.
El Estado no puede tolerar el vandalismo bajo ninguna circunstancia, ni siquiera cuando las protestas, de las que se aprovechan los vándalos con agenda propia, son justas. No tiene sentido ni justificación arrasar un bien público para “protestar”, ni se puede tener tolerancia porque los vándalos son jóvenes, inexpertos y hasta manipulados por intereses ajenos al público.
Aunque las autoridades son las responsables directas de proteger los bienes públicos, también es función del resto de los habitantes, sancionar moralmente al vandalismo, venga de donde viniere. Ninguna razón es suficientemente buena para destruir el patrimonio público, y menos aún en un país pobre, que lo necesita a gritos. Quien lo haga, merece un castigo ejemplar.

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