Editorial


Hay que parar la matazón

La matazón en Cartagena sigue su camino de horror, recordando la parábola del vecino indiferente, que creyó que lo que le pasaba a los demás no era con él, hasta que la violencia le tocó las puertas de su propia casa. No es mucho consuelo el que la mortandad ocurra por peleas entre bandidos venidos de otros lugares del país, como dicen las autoridades para tranquilizar a los ciudadanos, ni se debe alimentar la ficción de que la barbarie no es contra los cartageneros, porque si no lo es ahora, lo será después. Y muy pronto. Ya empieza a emerger lo que parece ser un giro en la violencia, y paralelo a las matanzas entre bandas criminales, que siguen como si nada, hay un patrón con respecto a las nuevas víctimas –muchos comerciantes- quienes al parecer se niegan a pagar extorsiones a cualesquiera de los grupos armados ilegales que los chantajean, y son asesinados para escarmiento de los demás. Sería ingenuo creer que una vez establecidas estas bandas en un “territorio” urbano demarcado y consolidado como suyo, casi como una retaguardia en las guaridas de los barrios marginales, no vayan a incursionar en otros lugares más jugosos, para atacar y esconderse en sus dominios inexpugnables. Del Consejo de Seguridad de ayer no emergió ninguna iniciativa distinta a la de los anteriores, o al menos no fue dada a conocer, salvo que llegaron a la ciudad unas 200 manillas electrónicas nuevas para ponerles a los presos con detención domiciliaria. Esta es una buena medida, pero no es un control creíble a la avalancha de asesinatos que sigue como si nada. La estrategia de las autoridades en Cartagena tiene que mejorar mucho más rápidamente su eficacia y prevención, porque hasta ahora los “buenos” van perdiendo la pelea. Parece haber una fuente inagotable de sicarios frescos para cada trabajo, y también parece que no les preocupa mucho ser capturados. La primera estrategia obvia tiene que ser la saturación de policías en Cartagena, y también un incremento sustantivo en la inteligencia, y sobre todo, en contrainteligencia, porque ni los más ingenuos creerán que los criminales se pueden mover con tanta libertad en la ciudad a menos que tengan alguna ayuda desde adentro, y esa también tiene que ser descubierta, o la inseguridad –y la impunidad- seguirán en aumento. El presidente Uribe, quien ya participó en uno o más de estos consejos para encarar la inseguridad local, debería concentrarse en lo que tienen que hacer las autoridades para contrarrestar esta arremetida criminal, y Cartagena podría convertirse en la ciudad piloto en la recuperación de su tranquilidad, porque no es la única de Colombia en padecer este mal. Aquí se han tomado algunas medidas importantes, hay que reconocerlo, pero no han sido suficientes, porque además del sicariato, hay una epidemia de atracos y raponazos en barrios donde antes no pasaba nada. El legado de la seguridad democrática está en peligro en las ciudades del país, pero en ninguna se nota tanto como en Cartagena, ni tiene tanta repercusión internacional.

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