Editorial


Hipocresía de campaña

El desprecio de muchos candidatos por las normas nacionales que rigen la publicidad política emitidas por las autoridades electorales, y también por las normas de la Alcaldía que rigen el espacio público, es una vergüenza, pero ya es típico del comportamiento politiquero que intenta tragarse a Cartagena y a Bolívar.
No es posible hacer una campaña con una retórica cívica, de progreso colectivo, pero tener simultáneamente una práctica contraria: negativa, egoísta, de desdén por la ciudadanía y de una “sobradez” ofensiva, incubada en la impunidad de una vida al servicio de cualquier microempresa electoral y de sí mismo.
El empapelamiento y “pintorreteo” de la ciudad es de atorrantes, no de quienes merecen el voto popular. No es solo que la campaña política sea ilegal hasta dentro de unas semanas, sino que ensuciar la ciudad está prohibido. Y aunque no lo estuviera, los candidatos deberían tener la decencia y educación mínimas para saber que ese es un procedimiento indigno, que atenta contra el espacio público, que es sagrado y debería estar siempre impecable.
¿Con qué autoridad puede hablar un candidato sobre cualquier conducta colectiva que debería mejorarse, como por ejemplo, arrojar basuras a la calle, o pintar grafitis en las paredes, cuando es el primero en dar mal ejemplo?
Algunos candidatos no se contentan con pegar unos pocos avisos, sino que empapelan muros enteros en un acto de soberbia. Quizá proclaman así la opulencia sin límites de su tesorería de campaña, atiborrada desde el principio, para apabullar a la competencia con el tamaño de la “tula” y el poder de sus financistas. Es una intimidación además de una admisión tácita de lo inadmisible.
Algunos candidatos de campañas pasadas y presentes esgrimen al argumento de que no pueden controlar el entusiasmo sin límites de sus seguidores, quienes por pura admiración altruista, financian los afiches y contratan a los expertos en empapelar la ciudad durante la noche y madrugada, con impunidad garantizada.
La intención de desconocer a los empapeladores es obvia: distanciarse de esos admiradores dizque espontáneos y anónimos, para no tener que responder por quebrantar la ley electoral. Pero en la ciudad todo el mundo sabe quiénes imprimen afiches políticos y cuáles son las cuadrillas que pegan publicidad electoral, e incluso, cual es la más rápida y sigilosa. Si hubiese entidades de control interesadas en investigar, se sabría la verdad de un día para otro.
El argumento del supuesto anonimato de los pegadores de afiches también tiene otro propósito: es un subterfugio para que corra el dinero de las campañas dizque a espaldas de los candidatos, sin que pase por los libros oficiales que mirarán las autoridades y los adversarios para controlar los topes legales.
Hay poca esperanza de que algunos candidatos –especialmente los fletados- desarrollen una conciencia cívica de un momento a otro, así que la única esperanza para desterrar su conducta reprobable de ensuciar la ciudad y los pueblos es que haya sanciones ejemplares, las que presuponen organismos de control dispuestos a actuar.

 

Comentarios ()

 
  NOTICIAS RECOMENDADAS