Millones de colombianos, cientos de miles de cartageneros entre ellos, están exasperados con la inseguridad ciudadana, los atracos y las acciones de las bandas delincuenciales que azotan numerosos barrios. Otros tantos se cansaron de ver a diario a irresponsables que manejan borrachos o que irrespetan todas las normas de tránsito, sembrando la muerte en todos lados. Sin embargo, la frecuencia y gravedad de los asesinatos y de las muertes en accidentes de tránsito han ido construyendo en cada ciudadano una coraza de indiferencia, que en el fondo no es otra cosa que un mecanismo de defensa por creer que se hallan impotentes para cambiar la situación de inseguridad. Lo que se percibe es cierta resignación a la cruda realidad del crimen, al aumento de los robos y atracos, y a la poca eficacia de la justicia para castigar a los delincuentes. En Cartagena, esa conformidad con la muerte diaria a bala y con la peligrosa imprudencia de muchos conductores de servicio público y particulares se acrecienta por el espíritu de informalidad que se volvió tradición, y que despoja de seriedad y responsabilidad todas las actividades humanas. Si un conductor que ha consumido es detenido por las autoridades, su principal argumento es que los policías que lo conminan están exagerando, que sólo son “unos traguitos” que “no hacen mal a nadie”. Igual pasa si lo multan por volarse un semáforo o realizar una maniobra de riesgo en la vía. Algunos se estacionan en la mitad de una calle esperando que suba una persona o que le acomoden un paquete en el baúl, y los que vienen detrás en la fila de carros obstaculizados, cuando pitan para que circule, lo miran con odio y le reprochan que no tolere esta muestra de cínica irresponsabilidad. La informalidad se muestra en todas partes, en la renuencia a pagar los impuestos, en la búsqueda de subterfugios para evitarse un trámite engorroso, en la demanda a los amigos o parientes que son funcionarios para que les den un trato privilegiado o los eximan de obligaciones. Aunque se podría pensar que algunos actos de informalidad son inocuos, el problema es que poco a poco ese virus nefasto ataca todo lo que hacemos, o deberíamos hacer cada día, convirtiendo la ciudad en una selva caótica donde todos quieren sacar provecho a costa de los demás. Finalmente, la informalidad nos vuelve desfachatados y cínicos ante el crimen, porque “si mataron a Fulano es porque estaba metido en algo raro”, una frase que tranquiliza nuestra conciencia y nos da entereza para seguir viviendo y para seguir diciendo que la siguiente víctima acribillada también “estaba metido en algo raro”, hasta cuando, no quiera Dios, un familiar o amigo cercana sea el blanco. Otros, ante el crimen, traducen la informalidad en ajusticiamiento, y se les oye decir que “a esos criminales deberían matarlos”, avalando aunque sea en su cabeza y en su corazón, las soluciones de autoridad privada que pronto derivan en catástrofes sociales. Derrotar la informalidad es posible, si empezamos erradicándola en aquellas situaciones que nos parecen inofensivas. Es cuestión de decidirnos a respetar las normas y a respetar a los demás, y de reprender a quien no lo haga. No importa que nos digan “sapos” ni que nos insulten. Los grandes cambios empiezan transformando una pequeña parte en el interior de los seres humanos.
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