Editorial


La carrera por llegar primero a ninguna parte

Según el Institute of Transportation Engineers (Instituto de Ingenieros del Transporte), hay cifras contundentes que demuestran las consecuencias de circular en un vehículo a velocidades altas: una persona atropellada por un carro que va a 70 kilómetros por hora tiene el 85% de probabilidad de morir; si el carro va a 50 km/h, la probabilidad se reduce al 37%; y va a 30 km/h, será sólo del 5%. Que la velocidad mata es una advertencia tan obvia, que mucha gente no le presta atención. En Cartagena, el pasado fin de semana fallecieron dos personas en accidentes, y hechos como ese deberían convencer a las autoridades de aplicar medidas urgentes para frenar la ola fatal en las vías de la ciudad, cuyas causas principales son el exceso de velocidad y la imprudencia. Hace unos días comentábamos que el mal estado de la mayor parte de las calles de Cartagena contribuye al aumento de su peligrosidad. A eso debe sumársele la estrechez vial, el número elevado de vehículos que circulan, los obstáculos derivados de los comercios en las calzadas y, sobre todo, la renuencia a imponer la autoridad. A ciertas horas y en ciertas intersecciones, el tráfico de vehículos se convierte en una competencia desaforada por llegar primero a ninguna parte. Los taxis cambian de carril abruptamente, las motos se introducen por los más reducidos espacios y se pasan el semáforo en rojo, algunos vehículos particulares aceleran de pronto para cruzar antes que los demás hacia la calle siguiente. En tal embrollo, se cometen las mayores infracciones, esas que terminan casi siempre con la muerte. El tránsito de vehículos es la muestra más evidente de la ciudad hostil que nos hemos empeñado en construir, donde sus habitantes, para desarrollar cualquier actividad cotidiana, tienen que enfrentarse a numerosos obstáculos que deterioran la gratificación de vivir en un sitio hermoso y mágico. ¿Cuántas personas más deberán perder la vida en accidentes de tránsito para que las autoridades se decidan a imponer el cumplimiento de las normas? Los gobiernos locales y los funcionarios que hacen parte de ellos están en la obligación de administrar el hábitat de una comunidad, establecer regulaciones racionales y hacerlas cumplir. Una falencia urbana como el caos en la circulación de vehículos puede enfrentarse perfectamente sin gastos excesivos ni esfuerzos sobrehumanos. Lo único que se requiere es la voluntad de hacerlo. Para imponer los paraderos a los buses, para determinar los sitios de aparcamiento, para que se usen los puentes peatonales, para que se respeten los semáforos, para que se acaten las normas de tránsito, especialmente las de seguridad, sólo se necesita la decisión de hacerlo. No se requieren recursos adicionales del presupuesto, sino decisión y acción. Si el tránsito es un rasero de lo que ocurre en la vida urbana de Cartagena, lo más lógico es concentrar durante cierto tiempo el esfuerzo de toda la Administración distrital para enderezarlo y obligarlo a fluir en los cauces del acatamiento a las normas y el respeto a los demás. Cartagena puede ser una ciudad amable y digna, un buen vividero donde la convivencia activa sea posible, pero no lo conseguirá por arte de magia.

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