Editorial


La enfermedad del ruido

Cartagena no es la misma ciudad que era hace un par de años, o inclusive, un par de meses, en cuanto a la tolerancia con el ruido. No somos un ejemplo en el control de los decibeles aterradores que contaminan el ambiente y taladran los oídos de la gente con una audición aún no lesionada, pero tampoco se puede negar que hemos avanzado de manera importante, al menos al reconocer que el ruido es un problema serio de salud pública. Ya tenemos mucha más conciencia de este flagelo y hay gente trabajando coordinadamente para erradicarlo. El Establecimiento Público Ambiental (EPA) ha laborado duro y la Policía Nacional también ha aumentado su participación, al igual que muchos ciudadanos comunes y corrientes. Todos, con el apoyo del Distrito, han decidido que es imposible esperar más para entrar en acción. Buena parte de la ciudad crece en medio de un ruido insoportable para la gente “normal”, que es aquella que tuvo el privilegio de crecer lejos de los picós y demás altoparlantes que son parte de la vida diaria de muchos de los barrios periféricos, pero también parte de la inconsciencia y falta de civismo de algunos habitantes de los barrios de estrato alto. La cultura del ruido hace parte del paradigma popular que ve al espacio público como una tierra de nadie para entrar a saco en ella, en vez de un sitio común para cuidar con celo entre todos. Esa es una de las pequeñas diferencias entre las culturas avanzadas y la nuestra. Éste paradigma explica en buena parte que haya tantas áreas públicas privatizadas por vendedores estacionarios y ambulantes, y que cualquier intento por organizar dichos lugares mediante la autoridad legítima, sea denunciado de inmediato como un intento de “privatización” por los “poderosos”. Así pasa con las calles invadidas y también con las playas, de las que ya se adueñaron varios grupos informales, en donde el bañista es visto como la materia prima de su negocio y no como un ciudadano con derechos, entre estos, el de no ser acosado. El derecho al trabajo es una patente de corso, y al ser invocado, anula todos los demás derechos de los ciudadanos, incluidos los de los vecinos de los lugares más afectados. Un ejemplo de lo anterior es lo que está pasando en el Centro con los grupos musicales que se adueñaron de las plazas, entre estas la de Bolívar, en las que se oyen tambores y gaitas hasta bien entrada la noche. ¡Y ay de quien se queje, porque es visto como un monstruo insensible, enemigo del trabajo de los pobres! Los vecinos de la Plaza de Bolívar ya no saben qué más hacer ni a quién acudir para poder tener tranquilidad, ya que el tuntún de los tambores puede durar hasta la medianoche sin que alguna autoridad intente pararlo. El derecho al descanso y al sueño no existen allí, ni mucho menos el de no ser obligado a oír ruido. La Alcaldía, que viene haciendo una labor notable en el control del espacio público y del ruido, también tendrá que amarrarse el cinturón en el caso de las plazas del Centro, cuyos vecinos parecerían no contar para nada ante la primacía del derecho al trabajo de los grupos musicales, en desmedro de los derechos básicos de todos los demás habitantes.

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