Editorial


La Independencia es nuestra

La Región Caribe lleva varios meses debatiendo sus aspiraciones por ejercer al menos parte de la autonomía a la que le da derecho la Constitución de 1991, para poder solventar muchas de sus necesidades sin tener que ponerse de rodilleras ante los ministerios y demás nidos de la burocracia capitalina.
Allí, cuando los titulares y sus adláteres suelen ser más o menos diligentes, sus colaboradores de carrera, enquistados en las tripas del bicho, no los acompañan. Aunque hay muchas excepciones, la paquiderma es la norma, por desidia o por corrupción.
La discusión de más autonomía y más recursos para la Costa Caribe y para otras regiones pobres de Colombia se ve opacada por el argumento –válido con demasiada frecuencia- de que si ahora cuando los recursos son menores, se los roba la politiquería regional, el desorden criminal sería peor sin la intervención central.
El problema, sin embargo, es cómo controlar la corrupción, con o sin autonomía regional. La solución es que la ciudadanía intervenga en las urnas masivamente mediante el voto de opinión, y que los corruptos de todo el país queden aislados.
La corrupción no es monopolio de ninguna región de Colombia, ni los dueños andinos del poder central son ángeles. Por el contrario, utilizan métodos más sofisticados para esquilmar al erario. La corrupción es un mal nacional que, como ya dijimos, debe combatirse con energía por los ciudadanos de Colombia.
La perversidad del centralismo contra las regiones no es solo material y presupuestal, sino que tiene formas más disimuladas, pero no menos oprobiosas, para afianzar su vapuleo.
Un ejemplo notorio es el de la fecha de la Independencia nacional, escogida arbitrariamente como el 20 de julio por el poder central, pasándose por la faja al cartagenerísimo 11 de noviembre de 1811, cuyos antecedentes, especialmente la expulsión del gobernador español Montes, el 14 de junio de 1810, encienden la mecha independentista y posibilitan las declaraciones posteriores de separación absoluta de la metrópolis española por parte de otras ciudades.
La celebración distrital del Bicentenario en Cartagena va encaminada a realzar las fechas fundamentales de la historia local, para que nuestra población empiece a sentir como propia la relevancia de Cartagena y de sus pobladores de todos los estratos en los hechos que nos hicieron libres, proceso que aún hay que perfeccionar.
Varios autores de Cartagena y de fuera de ella se han ocupado de fustigar este desfalco histórico, que en la Constituyente de 1937 también –lamentablemente- fue apoyado por cartageneros y caribes de otros lugares. Quizá se avergonzaban de que Pedro Romero y sus Lanceros de Getsemaní, en alianza con los Piñeres, fuesen protagonistas de primer orden de la Independencia, mientras que muchos de los patriarcas e hidalgos se mantuvieron fieles a la Corona.
La ciudad tendrá que liberarse de ese yugo cuanto antes para bien de nuestro sentido de pertenencia y dignidad, y para que los cartageneros y bolivarenses vuelvan a creerse capaces de originar grandes ideas y movimientos, y no limitarse a depender mediocremente de los mendrugos del centralismo andino.

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