Editorial


La metáfora del fútbol y la vida

Cada vez que alguien se queja por la mala calidad del fútbol colombiano y compara su exasperante lentitud con la impetuosa agilidad del fútbol italiano, inglés, alemán o argentino, siempre hay alguien que responde con la frase demoledora de siempre: “No puedes comparar…;” Es posible que ese desvaloración resignada –la misma que nos hace alegrar cuando un tenista colombiano logra el puesto 80 en la clasificación de la ATP o un atleta llega de décimo en la carrera de San Silvestre– sea la que nos mantiene en la conformidad y nos impide actuar en busca de esa meta de excelencia que tanto envidiamos de otros países. Por supuesto, es preferible deleitarse con esas sonatas plenas de ritmo que interpretan los equipos europeos en sus campeonatos de liga, a esa insoportable suma de parsimonia y socarronería que muestran los equipos del torneo colombiano en cada partido. Desempeñar cualquier oficio con excelencia requiere preparación, práctica dedicada, asimilación de otras experiencias y una rigurosa disciplina. El fútbol no es la excepción, y por eso, la única manera de tener equipos profesionales aguerridos, diestros, capaces de llevarnos al deleite jubiloso con sus despliegues de talento y entusiasmo, es que tengamos jugadores preparados, disciplinados y dispuestos a aprender, que se sacrifiquen y piensen primero en perfeccionarse que en ganar millones. En muchos aspectos, el fútbol de un país es reflejo de su idiosincrasia. En Colombia, la cultura del dinero fácil y rápido, herencia nefasta del narcotráfico que nos ha llenado de muerte y violencia, es palpable en el fútbol, con muchachos que tienen mucho futuro por su habilidad innata, pero que se creen Maradonas porque eluden con quiebres llamativos a los marcadores de sus equipos rivales de barrio, y deciden que ya lo consiguieron todo, dándose ellos mismos la gratificación de una parranda desmedida, sin haber terminado la tarea. Y así como en la vida cotidiana muchos ciudadanos burlan las normas más simples, como las de tránsito, intentado sacar provecho u obtener ventajas, en el fútbol colombiano también se ha generalizado esa cultura de la simulación, de la maniobra sucia y soterrada, del engaño, para lograr ventajas sin usar la herramienta legítima que es el talento y la técnica. El resultado es una enorme cantidad de jugadores profesionales sólo de nombre, encadenados a una mediocridad de la que no son conscientes, porque a veces superan a los que son más mediocres, diestros en tirarse al suelo y agarrarse las piernas con gestos de dolor insoportable para engañar al árbitro, o expertos en estar atentos para cometer la falta cuando el juez no mira. Lo triste es que para empezar a cambiar bastaría que un solo jugador decidiera perfeccionar su talento, aprender habilidades y formarse técnicamente, y después exhibiera todas esas destrezas con orgullo en el campo de juego, deleitándose, sonriendo como Ronaldinho cuando cobra un tiro libre y anota, o como Messi cuando elude a cinco defensas contrarios, sin tener una gran contextura, o como cualquiera de esos grandes futbolistas que escribieron páginas de gloria en el deporte mundial. También en la vida diaria, bastaría que cada uno de los colombianos decidiera respetar las leyes, desde la más pequeña hasta la más compleja, y motivara a los demás a que lo hicieran. ¡Qué inolvidable partido jugaríamos los colombianos!

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