Cuando un artista de la calidad y popularidad de Joe Arroyo, que durante 40 años estuvo alegrándonos la vida y haciéndonos vibrar con una obra musical profundamente creativa ya clásica en el Caribe, padece una enfermedad sería, la preocupación no es sólo de su familia, sino de todo el país y de todos los países donde se oyen sus canciones.
Por supuesto, todos nos preocupamos al saber que, además de la cardiopatía isquémica, la diabetes, los problemas renales, el enfisema pulmonar y la hipertensión, también tiene neumonía, que lo tienen en la unidad de cuidados intensivos de una clínica.
Pero la novela truculenta tejida con la actitud de su esposa y de su apoderado, y las quejas de sus dos hijas, convierte la situación de Joe Arroyo en una encrucijada ética que nos compete a todos.
Desde cuando Joe se subió por primera vez a una tarima para empezar su larga y fructífera carrera musical, su vida dejó de ser enteramente suya, para ser compartida por el público que lo ha idolatrado, comprado sus discos o asistido masivamente a sus conciertos.
No es el caso sopesar lo que dice cada uno de estos personajes del drama del cantante, pero una cosa sí es clara: se ha querido minimizar la gravedad de sus padecimientos, aparentemente para no frustrar contratos para realizar presentaciones en Colombia y en el exterior, aunque su apoderado y su esposa digan que es un asunto íntimo que sólo les compete a ellos.
Los organizadores del concierto en Miami donde estaba prevista su presentación, declararon a un noticiero radial que la esposa del músico les aseguró que estaba bien de salud, que no está hospitalizado y que cumpliría su compromiso.
Su apoderado justifica la firma de contratos de presentación argumentando que el Joe “decide hacer lo que a él le complace, y que siempre dice que él va a morir en una tarima”.
Cualquiera supondría que ante la gravedad irrebatible de sus padecimientos, un apoderado franco y noble –y por supuesto, una esposa preocupada por él– preferirían hacer hasta lo imposible para quitarle de la cabeza el capricho de cantar en conciertos sin tener la fortaleza física para hacerlo.
Muchos recuerdan el espectáculo triste de Héctor Lavoe, una de las voces más grandes de la salsa, cuya habilidad fue disminuyendo después de un accidente y el abuso de las drogas, hasta llegar a salir a los escenarios postrado en una silla, acompañado sólo con su nombre y su fama, para cantar con una voz lánguida e irreconocible.
No es justo que a Joe Arroyo se le deje protagonizar una actuación deprimente, tratando de negar su mala salud. Los ídolos más renombrados del deporte, del cine y de la música, a quienes todos recordamos con respeto, admiración y cariño, han sabido retirarse a tiempo, cuando entienden que ya han hecho demasiado y no pueden seguir haciéndolo.
Joe Arroyo es una de nuestras glorias artísticas más grandes y ya tiene ganado un lugar en la historia de la música popular colombiana que no debería ser minado por ninguna circunstancia.
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