Editorial


La Popa, el tambor mayor

La cantidad de derrumbes en las lomas de la ciudad, casi todos en las faldas de La Popa, son motivo para estar muy preocupados por el cerro y por quienes moran a su alrededor. Sorprende un poco el tono airado y exigente de algunas de las personas cuyas viviendas fueron destruidas por derrumbes, y el de otras en riesgo inminente, exigiendo esto y aquello del Distrito y de la Alcaldesa. Olvidaron que los distintos gobiernos distritales, y éste más que ningún otro, le advirtieron a la gente sobre el peligro de habitar el cerro y sobre la necesidad de desocuparlo de inmediato. Hace un tiempo dimos cuenta en El Universal de la desfachatez de algunas personas viviendo en “alto riesgo” y reubicadas en la Ciudadela Bicentenario, quienes alquilaron sus viviendas nuevas para retornar a sus covachas en las faldas de La Popa, como si no les importara su seguridad, y creyeran que las advertencias del Distrito eran inocuas. Por fortuna las escorrentías más importantes y riesgosas de La Popa han sido protegidas mediante palizadas y sacos rellenos, formando escalones y obstáculos para quitarle la velocidad a las aguas, que al bajar erosionaron el cerro de manera peligrosa. Las obras mitigan el riesgo, pero no lo eliminan. No sabemos, por ejemplo, si las filtraciones en los patios del propio monumento cimero han sido tapadas, ni si el socavón que le quitaba apoyo fue reparado. Ningún invierno que conozcamos ha sido tan fuerte como este. Humedeció la tierra tanto, que en muchas partes es casi una sopa. Los derrumbes son consecuencia de los cortes en ángulo recto hechos en los taludes del cerro por sus invasores durante muchos años y en demasiados sitios. Ahora el cerro se reacomoda, rellenando los vacíos con derrumbes para rehacer sus taludes. Ojalá que los derrumbes inferiores no causen otros en las partes altas, porque no solo estaría en peligro de caer el convento colonial, sino que le caería encima a la gente de los barrios de abajo. No queremos ser apocalípticos ni alarmistas, pero el abuso de décadas por deforestación, erosión y cortes para construir viviendas no ha sido gratuito, ni la gravedad olvida ni perdona cuando le han quitado tantos apoyos a la estructura construida y equilibrada por la naturaleza. No es el momento para los reproches, sino para la solidaridad, pero en adelante, invadir La Popa debería tener consecuencias penales. El falso paternalismo y la lástima oportunista de algunos no alcanzan a esconder el que cada persona que se asiente allí pone en peligro su propia vida y sobre todo, la de muchas otras personas. Cualquier corte adicional en el cerro podría ser el preciso para un derrumbe masivo. La Popa no es una lomita cualquiera en el concierto de las elevaciones de la ciudad, sino su tambor mayor. Su estado necesita ser evaluado en detalle para reorientar las prioridades en su intervención. Pero sobre todo, necesita muchas más vigilancia, diaria y minuciosa –quizá mediante un grupo policial dedicado- y dosis grandes de autoridad.

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