Editorial


La revolución educativa

La educación tradicional viene sufriendo distintos grados de conmoción en el mundo debido a la tecnología y a las posibilidades que ésta les abre a los estudiantes, especialmente teniendo en cuenta que internet es para todos, sin distingos de clases sociales ni razas. El único escollo de este esquema democrático, por supuesto, es el precio de un computador, y aquí sí que se abre la brecha entre ricos y pobres y se quedan rezagados estos últimos. O se quedaban, porque el mundo tiene ahora una opción relativamente nueva, aunque inexplotada en la mayoría de países y ciudades, incluidas Colombia y Cartagena, que se llama “One Laptop Per Child” (OLPC), que quiere decir “Un portátil por niño”, una ONG fundada por Nicholas Negroponte, que produce computadores por millones a sólo 260 dólares por aparato, incluyendo costos de mantenimiento, reparación, entrenamiento para los profesores y acceso individual a internet. Los anteriores son los costos de este programa en Uruguay, líder latinoamericano al proveer a 362.000 de sus niños (y 18 mil maestros) de esta tecnología de punta en los últimos dos años, la que sí resulta una democratizadora tremenda. En Uruguay, el valor total de estos aparatos es apenas el 5% del presupuesto para educación. Sería un error de los maestros sentirse amenazados por creer que los computadores van a reemplazarlos, pero tendrán que capacitarse para estar a la altura de sus alumnos. De todas maneras, hace falta el criterio de los adultos bien entrenados para guiar a los jóvenes. Los aparatos son entregados para que se los lleven a casa y anden con ellos sin límites de tiempo de uso distinto a los que impone el colegio y el hogar. Es obvio que poderse llevar los aparatos a casa tiene un efecto multiplicador sobre el resto de la familia, que también se asoma al mundo moderno a través del aparato de su hijo, hermanito, primo, etc. La reducción de costos de los computadores y su posibilidad de universalización entre los niños pobres del mundo implica una revolución educativa porque permite mucha más enseñanza virtual –no presencial- y reduce la necesidad de gastar miles de millones de pesos en infraestructura física para colegios, sobre todo en países en desarrollo con presupuestos exiguos. El Distrito debería revisar sus planes de educación a la luz de este adelanto, ya que le podría dar un uso mucho más eficiente a las aulas que ya existen, e incrementar tremendamente la cobertura de enseñanza con calidad si se decide a proveer a los niños de las barriadas cartageneras con estos aparatos revolucionarios, hechos para aguantar la rudeza juvenil. Está bien construir megacolegios, pero convendría equilibrar mejor el gasto en moles de cemento, con el costo de proveer estos aparatos para cada niño cartagenero. Incrementar la compra de computadores para los niños de recursos escasos tiene mucho sentido porque podría significar –repetimos- un uso más eficiente de unos presupuestos anémicos.

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