Editorial


La solidaridad debe mostrarse en todo momento

La tragedia de los haitianos tocó nuevamente el corazón del mundo entero, y los colombianos volvimos a demostrar con amplitud un enorme espíritu solidario, que siempre ha respondido a las necesidades de los sobrevivientes de catástrofes. Ante la inobjetable realidad de que somos un pueblo sensible a los dolores y las carencias del prójimo, es difícil entender por qué esa solidaridad, esa amplia generosidad que sacamos a relucir cuando otros seres humanos requieren nuestra ayuda, no se exhibe a diario, en todos los aspectos de nuestra vida cotidiana, ayudando a los pobres y trabajando por una sociedad más equitativa, más justa, menos excluyente. Siendo consecuentes con nuestra esencia solidaria, la caridad debería ser un ejercicio permanente, entendiendo la caridad no como una limosna que regalamos a los necesitados de lo que nos sobra, sino como una virtud que implica reconocer al prójimo como nuestro semejante, y no como la persona que alimenta nuestros delirios de superioridad y nuestro altanero arribismo social. Este despliegue de solidaridad con nuestros hermanos de Haití, azotados sin piedad por el desastre que intensificó el sufrimiento de su pobreza, merece exaltarse porque representa la más alta cumbre de las virtudes humanas, pero podría ser un factor determinante en la lucha contra la pobreza, si se ejerciera a toda hora. En la encíclica “Caritas in veritate” de Benedicto XVI, se encuentran algunas claves de lo que significa la verdadera caridad a la luz de la doctrina de la Iglesia Católica, más allá de una limosna que muchos regalan más para tranquilizar su conciencia que para ayudar a un pobre. Dice Benedicto XVI que la caridad no sólo es la base de las relaciones personales, con los amigos, la familia, los compañeros de trabajo, sino de las relaciones sociales, económicas y políticas. Sin embargo, añade, la caridad auténtica empieza viendo al prójimo no sólo como “el otro”, sino reconociéndose cada uno en él, llegando así a descubrir verdaderamente al otro y a sentir por él un amor que implica “ocuparse del otro y preocuparse por el otro”. De manera que la caridad no es regalar lo que nos sobra, ni siquiera regalar algo que nos cueste, sino una acción mucho más comprometida y permanente con el bienestar social, una búsqueda de soluciones adecuadas para los graves problemas socioeconómicos que afligen a la humanidad. Cómo cambiaría la sociedad si los seres humanos nos propusiéramos mantener ese arranque desprendido de generosa solidaridad que sale a relucir en las catástrofes, de manera que sea un hábito diario en el que se materialice realmente el amor por los demás. Sólo de esa manera podrá cimentarse nuestra conciencia en la responsabilidad social, fortaleciéndonos para evitar que el desarrollo quede a merced de intereses privados y de lógicas de poder perversas que disfrazan el egoísmo y la ambición con una máscara de interés por la comunidad. Recuerda Benedicto XVI en la encíclica mencionada que “Se ama al prójimo tanto más eficazmente, cuanto más se trabaja por un bien común que responda también a sus necesidades reales”. Recomienda, en consecuencia, trabajar por el bien común, preservando y utilizando bien “ese conjunto de instituciones que estructuran jurídica, civil, política y culturalmente la vida social, que se configura así como ciudad”. La espontánea donación para los haitianos en desgracia es sin lugar a dudas una acción sublime, un acto que nos acerca a nuestra verdadera naturaleza y nos reconcilia con Dios, pero puede destruirse si mañana o pasado, quienes generosamente dieron se vuelven a entregar al frenesí consumista y derrochador, mientras a su alrededor crece y se expande todos los días la miseria inhumana.

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