Editorial


Las Farc no aprenden

El presidente Santos anunció que el Gobierno ya sabe que la estrategia de las Farc ahora será la de trasladar el terrorismo del campo a las ciudades, presumiblemente bajo el supuesto de que los golpes en el área rural no resienten tanto al país como los dados en las áreas urbanas. Parecen creer que una bomba en un cajero urbano es más “rentable” bajo el punto de vista terrorista y de hacer quedar mal al Gobierno que –por ejemplo- disparar cilindros bomba a los pueblos inermes pero remotos del Cauca.
Es obvio que el modus operandi de las Farc cambió hace varios años de la guerra de posiciones a un intento de retomar la movilidad guerrillera clásica, que pretende golpear y huir en todas las partes que pueda, sin enfrentar al Ejército.
Esto tiene varios propósitos: dar la impresión de tamaño, fuerza y poder a través de golpes frecuentes en las ciudades; desprestigiar a las fuerzas armadas ante la ciudadanía, tratando de dejarlas como ineptas; y por supuesto, asustar a la ciudadanía para presionar al Gobierno a que adelante un “proceso de paz” con la guerrilla en condiciones favorables a ésta.
Nada de lo anterior es nuevo, sino que es parte de los dogmas básicos de las Farc y de cualquier guerrilla tradicional, sobre todo de aquellas ancladas en el pasado de una manera impensable hasta para quienes sienten o sintieron alguna simpatía, igualmente obsoleta, por estas organizaciones armadas ilegales. No solo se gastaron muy mal el romanticismo que alguna vez suscitaron, sino que se sobregiraron profundamente contra su credibilidad y contra la buena fe de la gente.
El país les ha mostrado a las Farc de manera reiterativa su rechazo a través de varias marchas, y sobre todo, mediante la falta casi total de apoyo popular. El “trabajo de masas” para nadar como pez en el agua entre la población lo reemplazaron por el narcotráfico y la represión contra el propio pueblo. El miedo reemplazó a la convicción hace muchos años.
Una de las pruebas de que se gastaron su capital político y quedaron debiendo son los casos como el Montes de María, donde nadie las quiere, salvo sus propios cuadros diezmados y rechazados, que intentan restablecerse inútilmente, porque la propia población los delata sin querer saber nada de ellos. Ni los dólares del narcotráfico han podido devolverlas a su preponderancia de antaño, mantenida solo en los sitios más remotos del país donde el Estado no ha llegado ni le ha proporcionado una alternativa a sus habitantes. 
Si las Farc despertaran de su pesadilla monotemática y dogmática, quizá se darían cuenta de que sería mucho más rentable políticamente reintegrarse a la sociedad civil para que el país pueda concentrarse en la lucha contra toda forma de ilegalidad y corrupción, y para profundizar la equidad que prometen algunas de las políticas del Gobierno de Santos, especialmente a favor de la población campesina.
Mientras tanto, las Farc y demás guerrillas se les parecen cada vez más a las Bacrim comunes y corrientes a todos los colombianos, aburridos hasta los tuétanos de todas las formas de violencia.
 

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