La luz que le faltaba a los ojos de Leandro Díaz se volvió palabra. Con ella dibujaba imágenes mejores que las de la realidad.
Estuvo escondido durante muchos años en la desmesura de las montañas, pasando su niñez en ese lugar con nombre mágico –La Casa del Alto Pino– en el centro de Hato Nuevo, en La Guajira, y se mudó luego a Tocaimo, que viene de la serranía del Perijá, a las planicies risueñas del municipio de San Diego y al calor bochornoso de Codazzi.
En un lugar paradisíaco de esas sabanas interminables intuyó los pasos de su gran amor Matilde Lina, y tuvo que rendir su corazón adolescente, derramándolo en estrofas de su más hermosa canción, que todos cantaban de memoria en las tardes de sábado.
Pero llegó el estropicio de la fama garciamarquiana y lo tocó de gloria con un epígrafe en la novela “El amor en los tiempos del cólera”: “En adelanto van estos lugares, ya tienen su diosa coronada”.
Vinieron entrevistas, reportajes y la difusión a viva voz de las ingeniosas metáforas del juglar vallenato que, sin haberlas visto nunca, describio las llanuras, las montañas y los ríos protectores del amor y de la música.
Muchos periodistas escribieron excelentes textos sobre Leandro Díaz, pero el más certero, el más auténtico lo escribió Alberto Salcedo Ramos cuando era un muchacho de 25 años y trabajaba en El Universal, publicado por primera vez en la revista Dominical de este periódico e incluido después en el libro “Diez juglares en su patio”, en compañía de Jorge García Usta.
“La tristeza de Leandro” muestra al juglar en su encarnación de hombre, medio sinvergüenza y que puede convivir con dos mujeres sin provocar estropicios devastadores. Muestra que ese hombre común es tocado a veces por las hadas de la imaginación para torcerle el cuello a las palabras y revelarnos el secreto de su clarividencia.
Leandro amaba las palabras y cuando componía canciones lograba la iluminación. Él mismo lo dice en “Tres guitarras”: “En cada verso que yo alcanzo a realizar estoy seguro de sentir satisfacción”.
También revela en la canción “Mi memoria”, que el conocimiento está en la tierra y sus criaturas y esa es su sabiduría: “Mi memoria sabe trabajar la comprensión de lo que es natural”.
“Sé que existe el sol porque me quema”, le dijo sin subterfugios a un periodista que lo entrevistó con ocasión de un Festival de la Leyenda Vallenata.
Si hubiera que escoger un verso de Leandro que resumiera su entusiasmo por la vida, su júbilo por el regalo que le dio la eternidad de palpar, escuchar, oler y degustar, su legado a la humanidad, sin duda sería este de su canción “Dios no me deja”:
Él la vista me negó
para que yo no mirara.
Y en recompensa me dio
los ojos bellos del alma.
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