Editorial


No promover el ruido

Todo parece indicar que el decreto prohibiendo los picós no se prorrogará, entre otras cosas porque hay quienes los defienden como un bien cultural y popular, y porque hay intereses de empresarios legítimos en esta actividad.
Pero nada de lo anterior puede ocultar que aunque los picós tengan permiso de cualquier localidad para operar, la autorización otorgada no es de mayor jerarquía que los decretos ambientales expedidos por el Congreso que establecen los decibeles máximos permitidos en las diferentes áreas públicas, y los picós los incumplen por mucho.
Suponiendo que se pudieran depurar de malandros las audiencias de los picós y demás equipos de sonido, los que seguramente son una minoría de los asistentes, no se solucionaría el ruido que molesta al vecindario y que es una violación clara y contundente de los derechos individuales y colectivos al descanso y a la tranquilidad.
En El Universal de ayer, el secretario del Interior, Nausícrate Pérez Dautt, sugería que convendría buscar escenarios apropiados para estos eventos, siempre extremadamente bulliciosos, para hacerlos en donde haya “condiciones de comodidad, seguridad y tranquilidad”. Quizá esas tres condiciones evitarían la violencia de los exaltados por el alcohol y algunas sustancias, agresivos en casi cualquier escenario, pero no garantizaría el silencio al que tienen derecho las personas aledañas a las que nadie puede obligar –legal ni éticamente- a un bullicio que les resulta insoportable, solo porque le gusta a unos pocos.
Quizá los únicos escenarios viables para los picós serían en algún lugar despoblado y remoto, o en edificaciones insonorizadas para que el bullicio se quedase adentro. En el primer caso, llegar a estos lugares sería engorroso y costoso para los aficionados; y en el segundo, que sería el ideal, los costos lo hacen casi imposible.
Los empresarios de los picós deberían promover ellos mismos equipos menos estrepitosos y más amigables con el ambiente, y el Distrito debería promover este desarrollo, además de hacer campañas permanentes de educación para que impere la cultura del respeto por el prójimo, mucho más sólida que la supuesta “cultura” del picó, siempre abusiva para las grandes mayorías.
El ruido de los equipos de sonido privados, más recurrente que el de los picós, los emula, reproduciendo así el abuso contra la comunidad. Lo primero que hacen los dueños de los equipos durante los fines de semana y a veces durante tres noches seguidas es ponerlos en terrazas exteriores apuntando hacia afuera de sus predios, para asegurarse de que todo mundo tenga que oír la música que le gusta al dueño de casa.
Este volumen de sonido no es ninguna cultura, sino un atentado contra la salud pública. Ojalá que las entidades correspondientes se ocuparan de medir el daño a la audición de la población sometida desde la niñez a este abuso. No puede ser sano que la gente esté expuesta a rutinariamente a un ruido embrutecedor, que impide hasta que la gente se oiga a sí misma pensar.
La solución tiene que ser colectiva, pero las autoridades tienen que tomar la iniciativa de combatir el ruido en vez de apaciguar a quienes lo producen.

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